José Luis Alonso Ponga (*)
Para nuestro amigo Aurentino Rodríguez Bravo, In Memoriam
La tarde del 27 de marzo de este año, el Santo Padre convocó, en una desierta Plaza de San Pedro en Roma, a una hora de oración universal. El motivo fue rezar por la pandemia de coronavirus que sufre el mundo. El Papa Francisco estaba solo con el camarlengo. Formaban en la soledad de la plaza una potente estampa de dos hombres de fe vestidos de negro el uno y de blanco el otro. Se defendía de la lluvia por el baldaquino que, desde hace unas décadas, han colocado para las audiencias cuando se hacen al aire libre. Detrás, haciendo guardia a la puerta a la entrada del Pórtico de la basílica, dos imágenes: un icono de la Virgen denominada Salus Populi Romani y un crucificado, el Milagrosísimo Crucifijo de san Marcelo, como se lo conoce en el mundo de la religiosidad popular romana. Este último solo sale de su templo, la iglesia de San Marcelo al Corso, cada cincuenta años, los años santos de inicio y mediados de siglo. La tradición se inició en 1600 cuando los cofrades de la Archicofradía del Santísimo Crucifijo de San Marcelo, con los de otras hermandades venidas de fuera de Roma, procesionaron hasta la Basílica del Príncipe de los Apóstoles. Para el resto de las salidas a las que estaba obliga la Archicofradía en las tardes del Jueves Santo, se utilizaba otra imagen, copia de la auténtica, porque la milagrosa permanecía en el templo velada a las miradas de los fieles. Solo se descubría en fechas muy señaladas como era Jueves y Viernes Santo y en las fiestas de la Invención y Exaltación de la Cruz. La última salida del Crucifijo fue con motivo del jubileo el año 2000.
La presencia del Crucifijo en San Pedro no es anecdótica. Es el protector de la Urbe desde que el año 1522 la libró de una peste, después de que otras imágenes muy queridas por los romanos habían fracasado. La responsable de su custodia es la Archicofradía del Santísimo Crucifijo de San Marcelo en Roma, cuyos miembros, suplen la escasez de personal redoblando el celo y el trabajo para mantener y conservar una de las joyas de la religiosidad popular y del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Ciudad Eterna.
La cofradía nació como una unión de vecinos del barrio para alumbrar y dar culto a la imagen, inmediatamente después del milagro de la peste. Unos años más tarde, en 1526, el Papa los dotó de los primeros estatutos. Pero el gran desarrollo comenzó cuando en 1563, el Papa Pío IV la elevó a la categoría de Archicofradía, con la facultad de agregar a otras cristocéntricas de fuera de Roma. La Archicofradía, gobernada y dirigida por los laicos, tenía como representante de la Iglesia a un cardenal, siempre de las familias más representativas de la ciudad. El primero fue un Farnese, el segundo pertenecía a la familia Peretti, a ellos les siguieron los Barberini, los Carafa y una larga lista de eminentísimos eclesiásticos. El poder de la cofradía radicó, desde el primer momento, en que consiguieron todo tipo de indulgencias, aplicables a vivos y difuntos, temporales y plenarias. Entre ellas las más llamativas fueron: una indulgencia plenaria a los que acompañaran la procesión del Jueves Santo a San Pedro del Vaticano; y otra, igualmente plenaria, en las fiestas de la Cruz de mayo y septiembre, a los que, por devoción al Crucifijo, visitasen el templo donde se venera la imagen. Sin embargo, la que más repercusión tuvo en el pueblo, fue la facultad que dio a la Archicofradía de liberar un preso condenado a muerte. El privilegio se ejecutaba el día de Jueves Santo, pero pronto se aplicó también en las dos festividades señaladas de la Cruz.
Cuando la Archicofradía de San Marcelo agregaba a una de fuera, le transmitía todas estas gracias, que se adecuaban al territorio en que estaba cada una. Fueron muchas las que buscaron la agregación, pero no todas lo consiguieron. Yo diría que muy pocas para el gran número de ellas que había en esos momentos. En la actual provincia de Segovia solo tres gozan de este privilegio. Y es muy interesante saber que se unieron a Roma a los pocos años del decreto de agregación.
La primera que lo logró fue la de El Espinar. Según el documento que he consultado en el Archivo Apostólico Vaticano, hasta hace poco denominado Archivo Secreto, la gracia la obtuvo del cardenal Alejando Farnesio y se la dió a «todos y cada uno de los hermanos de la cofradía del Santísimo Crucifijo, situada en la ermita de la Vera Cruz denominada de las Cinco llagas, del lugar de el Espinar en la diócesis de Segovia». La concedió a petición de D. Francisco Moreno, clérigo segoviano, que estaba convenientemente comisionado para esta función. Lo firmó la Archicofradía, en su oratorio de la Urbe el 15 de noviembre de 1577, el sexto del pontificado del papa Gregorio XIII.
Al año siguiente, el mismo cardenal agrega a la «Cofradía de la imagen del Santísimo Cristo de las cinco llagas, de la iglesia de San Francisco (de la ciudad) de la diócesis de Segovia». La precisión que hace de que se encuentra ubicada en una parroquia, y además en la ciudad, es muy importante, porque podía equivocarse con otra de fuera o de otra diócesis. El peticionario, también comisionado por la cofradía, es el mismo Francisco Moreno, quien además señala ser «escritor apostólico». El documento se firma en Roma, en el oratorio del Santísimo Cristo, el 6 de mayo del año 1578, también en el año sexto del pontificado de Gregorio XIII.
La última que consta en ese siglo es la de Zarzuela del Monte. El cinco de septiembre de 1578, en este caso el año séptimo del pontificado del Papa citado, el cardenal Alejandro Farnese concede a todos y cada uno de los hermanos cofrades de «la cofradía de Santísimo Crucifijo de las cinco Llagas, que está en la ermita del lugar de las Navas de Sarzuela, diócesis de Segovia», la agregación y con ella todos los bienes espirituales de que goza la Archicofradía de San Marcelo.
La devoción a las Cinco Llagas fue especialmente propagada por los franciscanos, aunque no fueron los únicos, lo que podría explicar, en buena medida, la influencia de estos en la capital, y quizás en la diócesis en ese momento. Llama la atención que las tres tengan la misma advocación, y más si tenemos en cuenta que prácticamente todas las cofradías agregadas desde el comienzo hasta los años treinta del s. XVII están dedicadas al Cristo de la Vera Cruz.
Las agregaciones se hacían acompañar de un pergamino, donde se detallaban las gracias recibidas y los compromisos adquiridos por los agregados, entre los que estaban el pago o envío de un cirio de cera blanca para alumbrar la citada procesión del Jueves Santo a San Pedro del Vaticano. El incumplimiento de este requisito hacía declinar los derechos de las cofradías. Por el contrario, todas ellas eran invitadas a Roma en cada jubileo para ganar la indulgencia plenaria. Si peregrinaban, las italianas lo hacían con mucha frecuencia, la Archicofradía corría con todos los gastos de alojamiento y manutención, y los cofrades romanos acompañaban a los forasteros a la Basílica.
No sé si en Segovia, El Espinar y Zarzuela del Monte conservan aún el recuerdo de lo que fueron estas cofradías, pero creo que es muy importante conocer nuestra historia para saber el pasado de religiosidad popular y el patrimonio inmaterial que hemos tenido y aún podemos recuperar.
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(*) Profesor de Antropología de la Universidad de Valladolid y miembro del Consejo Asesor del Instituto de la Cultura Tradicional.
