En el silencio de la noche ambigua, bajo el cielo estrellado, ciertos destellos celestes combaten la penumbra. Los vehículos de dos cuerpos diferentes de policía surcan sin cesar una de las dos plazas grandes de la ciudad chica, casi pueblo grande. Los autos se mueven en todas las direcciones posibles: arriba, abajo, este, oeste. Van y vienen.
¿Escena correspondiente a una serie televisiva de ficción, ambientada en una sociedad distópica? No hay que ir muy lejos. En la plaza del Azoguejo de Segovia, vacía, entresemana, cuando los fríos han llegado para quedarse, un pequeño grupo de muchachos se congrega en la recova del Mesón de Cándido, ya cerrado. “El acueducto se va a romper con tantos coches por medio”, exclama uno de ellos; mientras, desde la soledad del corredor de fondo, el paseante observa, se siente observado.
La imaginación vuela; Orwell, 1984, Gran Hermano, el ojo que todo lo ve. También aparece el recuerdo de los viajes: aquel convoy militar, con tanquetas incluidas, en Beirut, tan tensionada, a la puerta del establecimiento de Starbucks con mejores vistas panorámicas del mundo, frente a Raouché. Qué belleza de rocas puntiagudas; esas formas caprichosas, casi de juguete, bañadas por el Mediterráneo.
Segovia (SG) versus la capital de España: cuestión de diferencias sutiles. Cuando realizas un trayecto en automóvil por la urbe del alcázar, resulta imposible no cruzarse, al menos una vez, con un coche de policía. Apenas hay una comisaría minúscula en mi barrio de Madrid; pero, una sede imponente al servicio de ley, orden, seguridad, se alza en SG.
Víspera de la primera visita a Macao, cuando todavía ondeaba, orgullosa, la bandera portuguesa en la Porta do Cercas, antigua frontera con la República Popular China. Almorzábamos en un restaurante sencillo, ubicado en Canton Road, Hong Kong. Un plato de tallarines complementado con el inevitable vaso de agua caliente, según uso del país; y el comensal sentado en mesa aledaña nos advirtió de un peligro ante la excusión prevista: el enclave luso, conocido por sus casinos, era tan pequeño que nos podía caer una bala perdida, disparada por los mafiosos del juego. Leyenda urbana, exageración a todas luces; pero, pasaron los años, y el comentario, sorpresivo, cinematográfico, nunca fue olvidado.
Tesis y antítesis. Si los malos (mafiosos) se concentraban en Macao, los buenos (agentes uniformados) registran densidad elevada en Segovia, muy superior a la de Madrid. Sin duda, las economías de escala en la prestación de servicios públicos explican que las grandes metrópolis resultan menos gravosas para sus contribuyentes.
“Resulta fácil enamorarse de Segovia”, inicio de una tribuna reciente publicada en “El Adelantado”. ¿Y lo contrario también será cierto?, me pregunto. Si dicen que, donde hay confianza da asco, tengo antepasados que ya vivían aquí al menos desde el siglo XVI, imán de facto para que mi familia y yo aterrizáramos en 2017. Desde dicho nexo, más allá de mi vecindad, planteo el interrogante. Comencé a hablar con una edad de año y medio; y, por lo visto, “Jovovia” -por Segovia- fue una de mis primeras palabras pronunciadas.
La visión crítica de la ciudad autóctona -o con la que existe vínculo significativo- constituye todo un género literario. Siguiendo la estela del escritor austriaco Thomas Bernhard, a quien disgustaba Viena, existe una novela muy interesante, titulada “El asco. Thomas Bernhard en San Salvador”, cuyo autor, Horacio Castellanos Moya, reniega de la capital de su país. En sus libros autobiográficos, desde una relación de amor-odio, Jaime Bayly refiere la tristeza de estar en una “mierda de ciudad” que no le gustaba, cuando Lima era golpeada por el terrorismo, si bien las críticas del autor se extienden más allá de dicha situación.
Cuando explico que antes vivía en Madrid, desde una especie de nacionalismo localista, sin resquicio de duda, muchos interlocutores segovianos aventuran mi ganancia en calidad de vida, concedida como por arte de gracia vía empadronamiento a los pies del acueducto. ¿Tendrán razón?
Los barrios de Segovia son pueblos incardinados en su callejero. En los retazos de charlas entrecortadas y palabras sueltas, cuántas veces el viandante escucha “mi pueblo”, “en el pueblo”. Los segovianos son gregarios; y, si no perteneces a la tribu, la ciudad puede resultar bastante cerrada. Cuando comento dicha apreciación con gente de fuera, extranjeros y españoles, suelo atisbar una sonrisa de complicidad, muy educada, en mis interlocutores.
Por supuesto que he conocido a segovianos muy simpáticos; pero, la aspereza de trato y la desconfianza no resultan infrecuentes en SG. Cuando se abre una conversación ocasional, preguntar por el lugar de origen abre un itinerario de cortesía. De España, me dijo un señor mayor. Otro tampoco me respondió cuál era su pueblo. En este último caso, dado el diálogo en un establecimiento que comenzamos a frecuentar, el hombre, por iniciativa propia, sí me indicó con naturalidad su lugar de nacimiento, muchos meses después, para contarme que había pasado allí sus vacaciones. Aquello lo viví como un triunfo inesperado de mis habilidades sociales.
En cierta ocasión, hablábamos con alguien a pie de calle en una acera ancha; y un anciano que pasaba nos regañó, con hosquedad y malos modos: “a ver si miran por donde van”. No me extrañó; estaba apercibido, pues el mismo episodio ya le había ocurrido, con otro peatón, a una mujer muy simpática a quien conozco.
Me acuerdo de “El ciudadano ilustre” (2016), película con guion excelente. Un escritor residente en Barcelona acepta una oferta para impartir unas conferencias en la pequeña ciudad de provincias donde nació, ubicada en el interior de Argentina. El protagonista tendrá que salir por patas de su terruño, en una deriva de la trama hacia un filme de terror. Aquello de no hay profeta en su tierra.
¿Sabían que la tasa de suicidios resulta mucho más elevada en Castilla y León que en Madrid? Lo mismo ocurre en Bihar frente a Bombay, si nos vamos a la India. Les recomiendo, al respecto, el libro “El triunfo de las ciudades” -sobre las grandes metrópolis- de Edward Glaeser, profesor de Harvard.
¿La vida en las urbes pequeñitas es menos complicada, con mayores dosis de buen rollito, simpatía y personas menos enfadadas? No lo tengo claro. Invito a la reflexión con un pequeño contraejemplo sobre tráfico viario, a priori menos estresante en la cotidianeidad de las urbes mínimas.
El célebre Teorema de Coase plantea cómo “en ausencia de costes de transacción, las partes en conflicto alcanzarán un acuerdo que maximice la producción”; es decir, con interlocutores razonables, la solución más eficiente se impone. Ante un pequeño percance entre dos automóviles, lo lógico consiste en que los asegurados intercambien sus datos; y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Así es en Madrid. No obstante, la policía suele acudir en Segovia al emplazamiento del choque mínimo. Las pequeñas cosas se magnifican en las ciudades chiquitas. Por el contrario, los agentes madrileños solo se desplazan al lugar del atestado en caso de haber heridos.
“El aire de la ciudad os hará libres”, plantea un viejo proverbio alemán del Medievo. En el contexto del siglo XXI, habría que matizar: el aire de las grandes ciudades os hará libres. Una poeta local, residente en Madrid, leyó el pregón de las fiestas, creo que en 2024. Yo no asistí al acto; pero, a mi pesar, los ecos del discurso alcanzaron mis oídos. Según dijo, le gusta Segovia porque todo el mundo se conoce. “Tierra trágame”, pensé; el Gran Hermano por doquier.
Cuando mi madre, mi hermano y yo paseábamos por la Calle Real, a veces nos cruzábamos con dos mujeres de edad madura, muy peculiares, que se nos intentaban pegar. Auténticos personajes galdosianos, que bien podrían haber integrado el coro de protagonistas de “Doña Perfecta”. Debo reconocer cómo algunas cosas que contaban transmitían aprendizaje. Resulta que uno de sus entretenimientos favoritos consistía en seguir, por las callejuelas del casco histórico, a un hombre al que acusaban de supuestas prácticas pecaminosas. Dedicaban horas al asunto.
En las conversaciones a pie de calle, así como en las barras de los bares, siempre se pasa revista a terceros; y queda reconstruida la genealogía al completo de los colaterales del clan respectivo. Empiezan con Fulanito, siguen con la hermana y continúan con el primo. No deja de sorprenderme cuántas veces escucho en el día a día la palabra “primo”, vocablo que me ahuyenta. Cuántos segovianos presumen de tener muchos conocidos; pero, los amigos escasean. Mi abuelo tenía grandes habilidades sociales; y conocía a mucha gente de Segovia. No obstante, cuando le pregunté a mi madre por los amigos auténticos de su padre, no supo qué contestarme.
El puro azar, tan relevante desde la óptica del existencialismo, determinó nuestra residencia de Segovia, la ciudad que mi madre abandonó con 24 años. La muerte repentina de mi hermano ha sido el gran titular de este lugar en el mundo teñido de blanco y negro; pero, entre los subtitulares, con posterioridad, nos han ocurrido cosas desagradables, que causan desasosiego. Como Sísifo, ascendemos por la montaña; pero el pedrusco vuelve a rodar hacia abajo. Hace años, ante un proyecto de investigación, leí a conciencia los clásicos de la literatura distópica. Por aquel entonces, no pensaba en que la distopía me caería encima. Según suele decirse, la realidad supera a la ficción.
En los primeros años sesenta, al igual que mi padre con anterioridad, su hermano pequeño, Alfonso, llegó al campamento de Robledo (La Granja) para realizar las milicias universitarias. En alguna ocasión, un compañero suyo y él fueron invitados a comer en la casa de mis abuelos maternos en Segovia. Como agradecimiento, les regaló un cuadro.
Aunque no se dedicara a ello de forma profesional, mi tío era un buen pintor. Sin pretender ser crítico de arte -ni de nada-, no tengo reparo en afirmar que “Visión de Segovia”, de Alfonso Plaza Fernández, tal vez sea una de las obras pictóricas más originales que existen sobre motivos segovianos.
Esta obra de arte se desmarca de la tendencia dictada por el costumbrismo hegemónico, susceptible de caer en lo ñoño. El cuadro en cuestión inquieta, en tanto que ofrece una perspectiva lúgubre, tenebrosa e, incluso, terrorífica de Segovia. ¿Alguna influencia de las pinturas negras de Goya? Lo desconozco.
En la relación complicada con nuestro tío, asemejada al cauce del Guadiana, hubo periodos en los que quedábamos las dos familias en cafeterías del centro de Madrid, pertenecientes a cadenas como Starbucks, Faborit o VIPS. ¿Por qué nunca le pregunté acerca de qué le movió a pintar ese cuadro? ¿Un impulso automático como si el artista hubiera entrado en trance? A mi tío le gustaba hacerse el interesante con cierto toque esotérico. Nunca podré descifrar el enigma. En el momento de dicha creación, este hombre -que nunca tuvo un carácter depresivo- era joven, sin nubarrones en su vida capaces de haber auspiciado el pesimismo. Además, muchos años después, seguía siendo un enamorado de Segovia.
Pintura y misterio arman binomio literario. En mi imaginario particular, este cuadro me impacta tanto como pueda hacerlo el retrato de Dorian Grey a cada nuevo lector de la novela de Oscar Wilde.
El peñasco sobre el que se yergue el casco histórico de Segovia aparece sobredimensionado. El tono amarillento propio del estío castellano queda ensombrecido por trazos negros que espeluznan. Las pinceladas de tipo impresionista muestran el casco urbano, con sus torres medievales, empequeñecido, relativizado frente a una naturaleza hostil, implacable, que se resiste a ser domeñada.
En la misma base de la montaña, fusión entre urbe y campo, caída como losa, Leviatán, puntos diversos configuran una topografía del dolor. Siento que mi destino estaba señalado en esta pintura. Tal vez sea mejor haber tenido el cuadro tanto tiempo en el olvido, porque, como reflexiona uno de los personajes de “La región más transparente”, de Carlos Fuentes, “conocer el destino es no tenerlo”.
