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Santiago Sanz Sanz – “Tres paredes”

por Redacción
15 de febrero de 2019
en Opinion, Tribuna
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Como tantas otras cosas en esta bendita tierra, todo empezaba y terminaba frente a la pared de una Iglesia. Con o sin el permiso del cura, hasta allí se iba en busca de los muros labrados e impolutos de la centenaria piedra. En su defecto, también servía la pared de alguno de los sólidos edificios públicos siempre que el paredón elegido se mostrase despejado de ventanas y balcones. Era imprescindible que la pared designada estuviese junto a un espacio mínimamente amplio, lo suficiente como para permitir a los jugadores desplazarse y corretear persiguiendo apresuradamente por todo el terreno una dura y maciza pelota de cuero en cada uno de sus “vaivenes”, para que esta recibiese la inmediata y correspondiente respuesta de enviarla de nuevo al muro golpeándola con la mano abierta, en ocasiones de manera contenida y en otras; bien fuerte. Así era el juego de pelota en Castilla.

En el último siglo pocos acontecimientos y lugares poseían el poder de convocatoria que tenía un “juego de pelota” en los pueblos. Sobre todo si el frontón además gozaba de una situación estratégica como la que tiene el de Cedillo de la Torre, por ejemplo. Seguramente no sería muy distinto a lo que acontecía en torno al mismo juego en otros lugares de la comarca del nordeste de Segovia como Cascajares, Carabias, Fresno, Alconada, Riahuelas, Pajarejos, Valdevacas, Fuentemizarra… prácticamente todos los pueblos de la zona y también de la provincia. Incluso junto a la Ermita de Hornuez, en Moral, hay un trinquete donde según me contaron, la atención de la romería solía finalmente centrarse en la cancha de juego como consecuencia de algún cordial (o no) reto deportivo previo entre los mozos de las distintas procedencias invitadas al festejo.

Como todo evento recurrente y tradición que se precie, este también tenía sus peculiares rituales que generaban la creación del un escenario típico y este es el que yo recuerdo.

Sucedía en Agosto generalmente y siempre que las tareas propias del campo o el calor del verano lo permitiera. Los más niños, sabiéndose desfavorecidos en el escalafón que establece la antigüedad en la localidad y también por verse liberados temprano de sus tareas, acometían alguna partida justo después de la hora de la siesta. Sin duda la hora más calurosa. A pesar de ello, las bicicletas se amontonaban a lo largo del “estribo” del frontón y de los “transportines” colgaban los mangos de las raquetas. Hacía ya muchos años que “a mano” solo jugaban los más veteranos y algunos mozos, el resto ya se había acostumbrado y le habían cogido el tranquillo a pegarle con las cuerdas.

Debido al calor del verano, la sombra que se proyectaba desde uno de los estribos y la pared del frontón dibujaba la línea que delimitaba el espacio de juego, de manera que con la lenta caída del sol esta se iba extendiendo y de esta forma se iba ampliando el terreno. Al mismo tiempo y a medida que avanzaba la tarde, se incrementaba el número de candidatos al juego y también el de espectadores al improvisado aunque habitual torneo veraniego.

Como buen trinquete castellano, el frontón tenía ambos lados abiertos. De un lado, el del estribo corto o derecho, tenía un largo bordillo que hacía las veces de asiento para los más pequeños y detrás de estos, en los poyos que había junto a las puertas de las casas, estaba la tribuna perfecta para los más veteranos; los abuelos. Aunque lentos, siempre llegaban primero, se sentaban, hablaban entre ellos y exclamaban en voz alta expresiones como “buena” y “mucho” mientras observaban orgullosos a los suyos y a los vecinos desenvolverse en el juego. Lo hacían con cierta emoción; como buscando reconocer un gesto propio, un reflejo de sí mismos en las carreras y movimientos de sus hijos o de sus nietos… como buscando un detalle que les permitiese rencontrarse con el excelente “jugador de pelota” que seguramente en otro tiempo también ellos fueron.

En el otro lado, el del estribo con el ángulo un poco más abierto, la gente estaba de pie y apoyaban las bebidas en las ventanas del bar y la vivienda que flanqueaba casi todo ese lado izquierdo. En ese momento ya se jugaba buen nivel por parte de los mozos y estos corrían por todo el espacio del frontón completo. La gente entraba y salía del bar y en todo ese trasiego andaban las pandillas de jóvenes animando. Mientras, algún que otro forastero que andaba de paso, curioso por tanta expectación y aprovechando lo conveniente del emplazamiento, se tomaba sus botellines distraído, viendo el partido y mezclado con los del pueblo.

Así transcurrían muchas tardes de verano, sin más interrupción en el juego que el provocado por el regreso de las vacas cuando todas juntas pasaban por el medio camino de sus respectivas casas donde esperar la hora del ordeño. Puede que el paso de algún carro o algún tractor de alguien a quien no le quedase más remedio que estirar la jornada en el campo hasta bien entrado el fresco… pero estos eran los menos, a esas horas casi todos estábamos ya viendo el juego.

Esta es la escena que recuerdo de aquel marco entrañable de mi pueblo. Imágenes de reencuentros en los que a pesar del éxodo rural, situaciones como la descrita mitigaban la sensación del vacío en el que la despoblación progresiva amenazaba con sumir a muchos pueblos en Castilla. Encuentros, fiestas y actividades populares que prolongaron los vínculos y ayudaron a ceder el testigo de la tradición, en este caso del juego, entre las diferentes generaciones. Nada era casual cuando sucedía en el ámbito de la convivencia y del hecho de compartir el tiempo, porque de la mano de nuestros padres y abuelos nos viene la memoria, la continuidad de algunas de las acciones o aficiones que finalmente determinan las propias tradiciones y que en su conjunto, en mayor o menor aporte, modelan nuestra esencia cultural.

Desde ciertas perspectiva actuales, puede que lo de la pelota parezca anecdótico, incluso puede que no se le aprecie la mínima carga de trascendencia, pero ahí están las tres paredes y en la mayoría de los casos, indemnes al paso del tiempo. Frontones que han sido testigos de la relación y servido como punto de encuentro para las diferentes generaciones. Paredes sólidas que desde sus ubicaciones de privilegio, han estado presentes dando fe de mucho de lo acontecido y transmitido de padres e hijos durante los últimos casi cien años en las Comunidades de Villa y Tierra. Trinquetes castellanos o los de siempre, de pared de iglesia, que finalmente perduran en el tiempo de la misma manera… estáticos, silenciosos, vigilantes… como fieles espectadores de piedra.

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