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Santiago Sanz Sanz – ‘La historia triste del hombre precavido’

por Redacción
19 de junio de 2020
en Opinion, Tribuna
SANTIAGO SANZ
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Hombre precavido vale por dos, le habían inculcado desde los tiempos de la escuela y él, por ese ímpetu temerario del final de su adolescencia, no había empezado a aplicárselo hasta bien atenuadas las llamas de aquella más que estirada primavera. Aquel primer tímido apagón o atisbo de madurez, supuso un leve tirón de riendas que no pudo conseguir meterle del todo en vereda a la hora de anticiparse a los peligros, pero sí le sirvió para empezar a dar un enfoque más analítico de cara a observar todo aquello que siempre le rodeaba y empezar a tomar ciertas precauciones, las mínimas.

Por aquel entonces, él era su mayor enemigo y las amenazas se limitaban a cuestiones subjetivas no reconocibles a simple vista. La observación y previsión de las mismas, requería de una intuición y una humildad impropias de su edad y aunque él, de alguna manera las tenía, sus acciones no solían corresponderse en consecuencia y menos aún tratándose de cuestiones políticas. Eso le daba más pereza. Siendo tan joven y sintiéndose con tanta fuerza, se veía con tiempo y margen suficiente para ir rectificando cuantas ocasiones quisiera y tropezar las veces que hiciera falta, incluso cuando esto sucedía con la misma piedra. En aquel entonces, todavía creía que por encima de las ideologías, la naturaleza del hombre era en esencia buena y su prioridad de aquella época era la vida social que le permitía disfrutar de los excesos de juventud en un mundo amable, sin apenas restricciones de libertades individuales y rodeándose de “almas gemelas”.

No fue hasta unos años más tarde, entrado ya en el estío de la existencia, cuando dejó de percibir todos los discursos de manera placentera. El mundo había cambiado. Desde su punto de vista y con toda aquella percepción intuitiva, creía que detrás de los planteamientos que generaban mayores expectativas, solían agazaparse muchos vendedores de humo que solo respondían al patrón del oportunismo, asesorados por trileros de mente perversa que disfrutaban siendo estrellas y que en su afán de generar fractura social daban impulso a los enemigos del sistema, evidenciando con ello que su verdadera relevancia y protagonismo empieza justo donde termina la convivencia. Preocupado y desencantado con ese periodo frenético de ideologías, tendencias inestables y euforias pasajeras, o al menos eso creía, intentó permanecer al margen para desentenderse de polémicas. El hombre precavido, desde su todavía burbuja de bienestar, se mantuvo en la equidistancia de los extremos declarándose a sí mismo, convenientemente apolítico. Y allí, en el limbo indefinido de los hombres tibios, anduvo un tiempo perdido junto a los pacifistas, otros ciudadanos inmunes a los efectos del “agitprop” oficialista y algún cobarde que de vez en cuando, aparecía con la conciencia viajera de trayectos de ida y vuelta desde el sol que más calienta. Inmerso en esa dinámica para huir de las contiendas, le sorprendió el otoño.

Por aquel entonces, los viejos carteles de los festivales de rock ya habían sido tapados por anuncios de “compro oro” y las calles se habían convertido en un desafío para el sistema inmunológico de los individuos. Poco a poco, para el hombre precavido el número de familiares y amigos se había visto reducido. El acceso al campo laboral o a cualquier ámbito social estaba restringido y quedaba condicionado al grado de afinidad con los nuevos regímenes, al privilegio del dedazo o al más impúdico de los nepotismos. Le indignaba el alto grado de susceptibilidad que caracterizaba a algunos de aquellos políticos que mostraban una piel extremadamente fina, siendo como eran activistas de la crispación y sobre todo, con esa capacidad que tenían para hacerla extensiva. “La pose” de algunos de ellos, imitaba de manera sonrojante a los personajes de las series televisivas y desde los parlamentos del mundo aumentaban las arengas de púlpito encendido por parte de oradores muy pendientes de sí mismos, tan pendientes de su imagen, como el mismísimo Narciso. El panorama económico de subsistencia o subvención, había convertido en fuerza de choque a una gran parte de la población y ya por entonces, el hombre precavido no sabía si lo conveniente era mostrarse sumiso, construir una habitación del pánico en lo más recóndito de su domicilio o agenciarse un armero bien surtido. Y así, a merced de los elementos, indefenso como nunca antes se había visto y cumplidos los ochenta y pico, llegó al invierno del caos: revueltas generalizadas, que terminaron siendo sofocadas por el orden impuesto y el ascenso de gobiernos más controladores y represivos. No obstante, nunca llegó a considerar que todo estuviese perdido, ni siquiera en aquel momento en el que desde su ventana, vio pasar los cadáveres de algún amigo y de algún que otro enemigo. Hacía tiempo que algo se había removido en su interior y ya no tenía miedo. Había dejado de ser precavido. Ya no le preocupaba que alguien pudiese estar llamando a su puerta en la madrugada y ahora sí; ahora sí quería enfrentarse a su destino… o al menos eso dijo mientras apuraba de un trago su copa de vino.

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