Visualicen un pueblo castellano en el final de la década de los cincuenta. Imaginen a un nutrido grupo de personas de la comarca, reunidos entorno a un frontón donde algunos mozos participan en unas disputadas partidas de pelota para jugarse algunas monedas. Pueden ustedes pensar y estarán en lo cierto, que los dineros serían escasos por aquel entonces y las apuestas serían directamente proporcionales a la disponibilidad de algunas “pesetas”. En la mayoría de ocasiones, esas disputas deportivas respondían a encuentros espontáneos, en otros casos, se trataba de eventos premeditados con un cartel organizado capaz de generar la expectación necesaria, ya saben; por el tema de “los cuartos”. A los pelotaris se les tentaba con una motivadora bolsa para los tiempos que corrían, y a los presentes, con las modestas apuestas que corriesen por su propia iniciativa, cuenta y riesgo.
Más allá de los festejos, la afluencia de vecinos de los pueblos de al lado iba normalmente vinculada a muchas actividades tradicionales de la economía del lugar. En el camino que une el frontón y el molino, por ejemplo, solía haber siempre carros cargados de sacos de trigo y los dos espacios, frontón y molino, rivalizaban en el número de congregados, siempre que estos no fuesen los mismos. Aquel día, el frontón había captado toda la atención en exclusiva por los cuatro mozos que se daban cita: dos locales y la otra pareja procedente de un pueblo vecino bastante conocidos. Así que todos anduvieron corriendo a ver la partida y dejando los carros aparcados junto al molino. El juego iba igualado, como alternándose los rivales en el tanteo del principio. En alguna ocasión la chapa (chivata) quedaba enmudecida por el vocerío y el Alcalde del pueblo, haciendo las veces de árbitro, establecía de qué lado caía el tanto en litigio. La muy poco disimulada tendencia casera del arbitraje, levantó en varias ocasiones el griterío de muchos de los presentes que veían el partido, y que ya habían tomado parte por los dos pelotaris forasteros igualándose así las fuerzas de los que miraban de pie a falta de graderío. A pesar de todo y el “institucional intervencionismo”, la partida transcurría en tablas y se hizo larga por ese motivo. Finalmente, se llegó al juego de un tanto que para los forasteros podía ser el definitivo y un pelotazo alto y largo del zaguero se fue abierto, más allá de la “línea de pasa” y al límite del perímetro. Unos segundos de silencio y muchos dudaban si el vote de la pelota pegó fuera o dentro. Todos miraron al alcalde y este, de manera solemne, sentenció a favor de los de su pueblo. Así que empezaron las protestas y en un momento… cuentan que el alcalde, jefe local del movimiento, recibió de los primeros, aunque a decir verdad; la mayoría de los presentes soltaron el brazo democráticamente mientras volaban las boinas y se repartían zurriagazos a diestro y siniestro. En medio de toda esa vorágine alguien gritó muy fuerte por encima del resto ¡que no se mueva nadie! Uno de los dos Guardias Civiles, que más discretos y desde la parte de atrás contemplaban el evento, gritó parando la trifulca en seco, a la vez que señalaba la marca clara del vote de la pelota dentro del terreno. La partida quedó sentenciada a favor de los forasteros. Júbilo, risas, protestas y a los diez minutos estaban todos en el cuartelillo entre empujones de nuevo. Uno de los pelotaris no dejaba de mirar al sargento cuando este preguntaba al Guardia por su preciso “ojo de halcón” tan ocurrente, a la vez que gestionaba el incidente entre el alcalde, los jugadores y algún que otro paisano, que estaban empolvados por los revolcones y mostraban las secuelas de los estacazos como preludio de algún que otro morado.
Atardeciendo ya, con las erosiones en la piel por todo aquel lío y a buen recaudo la bolsa del partido, los dos jóvenes ganadores regresaban a su pueblo con el carro lleno de trigo molido.
Iban riendo, alejándose por el sendero, directos a la puesta de sol con sus cuerpos algo doloridos. A pesar del regocijo, la respiración agitada era todo un suplicio; el dolor de los costalazos y de tantas risas, empeoraba con los golpes secos del carro en los cantos del camino. Y qué pasó con la alteración del orden público, se preguntarán. Pues la verdad, nada que no se pudiese solucionar con un par de abrazos gracias a la mediación del sargento; un hábil y veterano Comandante de Puesto, cuya gestión del conflicto despertó en alguno de los mozos presentes, una inesperada vocación y el propósito de un nuevo destino. Supongo que habrá quien crea en los flechazos; en la posibilidad de quedar prendado en un solo instante por algo anteriormente inadvertido. En este caso me refiero a “algo” concreto y muy lejos de las funciones de Cupido, no se pongan románticos. Algo de lo que anteriormente nadie se hubiese percatado hasta que una simple circunstancia sea capaz de dirigir el foco de atención en el sentido preciso y en este caso concreto, para unir dos grandes pasiones: la pelota y el noble oficio “del servicio”, en un verídico y a la vez fantasioso chascarrillo.
