Corrían los tiempos del paleolítico y la verdad no se sabe mucho al respecto de cuánto pudo haber de consenso en lugares como Lascaux o Altamira a la hora de decidir el qué y cómo pintar sobre las paredes de las cuevas que aquellos hombres habitaron. Habrá que suponer que habría un mayoritario acuerdo si todo ese naturalismo exquisitamente pintado, estaba cargado de significación mágica con la intención de propiciar la abundancia de todo aquello dibujado tan fielmente. Quedaría reflejado aún más en un contexto unánime favorable, si ese interiorismo rupestre además se traducía en una acción que materializase los objetivos comunes, que en definitiva no eran otros que los de la obtención de recursos que garantizaban la supervivencia del grupo. Sin pretenderlo, esa “especie de lista de la compra rupestre” tan expresiva, pudo convertirse en una de las primeras ornamentaciones de un espacio público.
Hoy disfrutamos de similares legados históricos y artísticos en mejores o peores estados de conservación. Esto habrá dependido en gran medida, de la mayor o menor intervención de quienes los hemos heredado. De esta forma y por cientos de años, habrán sobrevivido a todos esos periodos históricos en los que las propias acciones del hombre dejan su huella creativa o demoledora en todo aquello que se toca. Periodos en los que puede que no entendiésemos la importancia de mantener el patrimonio o no supimos cómo hacerlo compatible con “el progreso”, añadiendo además nuevas circunstancias determinantes con el paso del tiempo; las modas, las tendencias, el propio olvido… Actualmente hay organismos que velan por la conservación y además intervienen en la mayoría de ocasiones con un resultado positivo. Es obligación de las instituciones preservar el patrimonio. Con esto se entiende que se hace referencia a supervisar las labores de mantenimiento y restauración pertinentes para su conservación e intentar recuperar, con la mayor fidelidad posible, la idea original con la que fuese concebida una obra o un espacio. Es difícil no estar de acuerdo con esos parámetros. Sin embargo hay ocasiones en que las instituciones toman iniciativas un poco estridentes y pueden resultarnos difíciles de comprender a una buena parte de la sociedad.
Estos días se habla mucho de un hecho acontecido en un monasterio valenciano del siglo XIII, lugar considerado Bien de Interés Cultural y hoy convertido en el Centro Museo del Carmen. Concretamente se habla del claustro donde los responsables y por ende, la administración, han permitido realizar un grafitti de mil metros cuadrados. Unos trazos y manchas de colores que a simple vista no difieren de cualquier otra pintada de la calle. Ataques y modas estas, de la que parece no librarse ni el patrimonio, ni mucho menos los espacios habitados. No sé si todo eso viene motivado por un perverso placer egocéntrico de exhibir sus firmas chorreadas de colores o sus garabatos carentes de significado. Lo que sí me queda claro y creo que después de tanta crítica hay consenso en ello, que toda esa manifestación “artística” no provoca el mínimo placer contemplativo en una mayoría de ciudadanos.
Curiosamente, coincide el “desatino” del claustro con la proximidad de ARCO, donde el grafitti tendrá protagonismo, y el final de la muestra sobre Banksy (referente del arte urbano)en el IFEMA. Esta obra sería una excepción a la respuesta general de rechazo. Se comenta que las obras de Banksy son de las pocas del “arte callejero” que han logrado causar el efecto de no generar ese tipo de repulsa directa al haber verdadera devoción por sus icónicos y metafóricos mensajes escuetos. Probablemente también por haber sido cuidadoso a la hora de escoger los lugares donde hacerlos. El cotizado y enigmático artista, cuya premisa personal sobre su propio arte es desearle un carácter físicamente efímero, apuesta por una obra de la que solo perdure el dramatismo o el aspecto crítico e irónico del mensaje. De momento, no todos los que pintan por ahí son Banksy, aunque quisieran, y en general, creo que hay un abrumador acuerdo sobre que en ese mundo de adicción al muro público o ajeno, hay “bastantes más vándalos que genios”.
Queda claro que en estos temas de gustos es difícil unificar criterios. Es difícil que cualquier decisión o iniciativa relacionada con la intervención o colocación de cualquier objeto en los espacios públicos esté exenta de polémica, más aún si se trata de espacios que enmarcan contextos urbanos populares o monumentales. Pintar, modificar o colocar depende qué objetos, precisa de sensibilidad y en ocasiones requerirá de un gran consenso. Algunas instancias deberían cuidar ciertos criterios claramente subjetivos y descaradamente minoritarios que en muchas ocasiones responden más al efectismo o al patrocinio que a un juicio ilustrado. Solo tenemos que observar los últimos años de intervenciones por parte de muchas administraciones que han favorecido la colocación de inverosímiles o incomprendidos objetos por plazas, calles, jardines y recovecos. En muchas ocasiones se han puesto estos con un más que dudoso y discutido criterio estético. Aunque si hubiese que elegir un sitio realmente cotizado para ese sorprendente efecto de colocar sin consenso monolitos y manifestaciones plásticas de todo tipo, serían “las rotondas”.
Infraestructuras de por sí inspiradoras de agitadas pesadillas para el imaginario colectivo… “¿Quién no ha visto por toda geografía del reino cientos de objetos colocados justo en el centro de esos redondeles de tránsito fluido? Objetos en muchos casos definidos con un difícil y retorcido sentido artístico, con cuya contemplación somos penalizados diariamente y corremos el riesgo, entre tantos y tantos giros, de quedar atrapados en una órbita de permanente y circular castigo ¿Terminarán finalmente todos esos engendros convertidos en el eje central de nuestros respectivos destinos? Me refiero a “destinos viarios”, quédense tranquilos… aunque no se fíen, que “las rotondas las carga el diablo” y “el diablo”, lo pone el municipio.