Las elecciones del pasado 28 de mayo parecen haber trazado los esbozos de una frontera que habrá de separar la época de las turbulencias sociales y políticas derivadas del impacto de la crisis económica de 2008 de la nueva etapa de estabilidad económica y de retorno, aunque complejo, al bipartidismo clásico. La primera de ellas dio alas a la izquierda radical y propició la aparición de partidos “regeneracionistas” y la que se abre camino ahora alienta a la derecha radical y tiende a contraer las alternativas con posibilidades efectivas de participar en el poder. Pero ni aquella ha sido tan revolucionaria como hubieran querido algunos y temían otros, ni ésta tiene visos de ser tan reaccionaria como le gusta decir a la izquierda o tan reactiva o derogatoria como vocean los del otro lado. El periodista gallego Laureano López llamó, hace ya casi cinco años, revolución blandiblú a la de los podemitas y, con estilizada ironía, vio a sus líderes empeñados en la “gentrificación de las barricadas”, a las que habrían descendido desde la altura de sus distinguidas familias de origen. Y ahora me da la cosa de que la presión de Vox tendrá mucho de blandiblú y, puestos a pensarlo, tampoco tiene que ver el origen social de sus dirigentes con el humilde de muchos de sus seguidores en los barrios y pueblos de toda España.
Pedro Sánchez se apuntó, en su momento, al pregón agresivo y asambleario de Pablo Iglesias porque era, entonces, lo que molaba y tiraba para arriba en las expectativas de voto. Quizá, debió de pensar, ahora me subo en este carro y ya me las arreglaré cuando haya que virarlo. Pero nunca consiguió hacerse con el dominio del engendro surgido de su alianza y no ha podido rectificar a tiempo.
Creo que la explicación de su ascenso y de su caída se halla en los componentes de su personalidad. No me gusta hacer de psicólogo, aunque lo soy por titulación, pero, como hay quien ha jugado y juega a ello, no me voy a privar de mover mi ficha. Pedro Sánchez no es una personalidad particularmente narcisista, como dicen muchos. Es narcisista, claro, pero no más que otros muchos políticos, directivos o intelectuales, es decir, que todo aquel que considera que su discurrir propio es digno de destacar sobre el de los demás. Desde mi punto de vista, lo peculiar y lo que pierde a Pedro Sánchez no es su narcisismo, sino su inseguridad personal. Cuando se encuentra con líderes que combinan, sin fisuras, egocentrismo y dureza, como Pablo Iglesias y los que proliferan en el nacionalismo periférico, se achanta, no sabe cómo maniobrar para llevarlos a su propio terreno. Para probarlo, me remito a los vídeos de los debates electorales de pasadas convocatorias, en los que ocupa en general una posición secundaria.
Soplan ahora otros vientos y Sánchez debiera remodelarse para continuar en La Moncloa, pero ha perdido credibilidad y apoyos. Los que creía más fuertes que él están siendo barridos en las urnas y, al mismo tiempo, deberá seguir aún sostenido por ellos y por su radicalidad. Por sí solo, probablemente, no será capaz de crearse una nueva y definida identidad política. Y, sin embargo, a los electores ya no se les atrae con aquello de Iglesias del asalto a los cielos. Es verdad que hay desigualdad e incluso pobreza, pero los españoles ni son los héroes de la Comuna de París ni viven tan mal como para jugárselo todo en la calle. El cielo puede esperar: al fin y al cabo, son pocos o muy pocos los que no se pueden permitir una cañita en el bar de su barrio. Mientras tanto, a la gente le resulta más claro e inmediato que el gobierno de Sánchez, además de excéntrico y aventurado, es más delicado y atento con las pretensiones diferenciales de algunos que con la identidad política de la mayoría.
Volverán, probablemente, los conservadores al poder y quitarán y pondrán algunas cosas. Pero que no se hagan muchas ilusiones los amantes del cambio. Las oscuras golondrinas regresan siempre con su oscuro plumaje. Aunque, tal vez, no debiéramos ser tan pesimistas como para aplaudir al Lampedusa del todo debe cambiar para que nadie cambie. Quizá quepa aún la esperanza, al menos, de reducir la fuerza de los que pretenden controlarlo todo a la vez que poner patas arriba la estructura del Estado y su función integradora.
