Utilizaremos una expresión demasiado vulgar y adolescente, sobre todo si es comparada con todo el talento y la madurez que encierra en su texto ‘El Cartógrafo’ de Juan Mayorga, para explicar lo que sucedió sobre el escenario del Teatro Juan Bravo de la Diputación: ‘salirse del mapa’. La expresión, quizás también algo recurrente por el guión, ejercerá, sin embargo, el mismo efecto que la interpretación de Blanca Portillo y José Luis García Pérez: un efecto visual que permite imaginar con todo lujo de detalles lo inmensa que fue la función.
A pesar de que la memoria juega un papel fundamental en lo escrito por Mayorga, retener una de sus geniales frases, dichas en su mayoría, como no podía ser de otro modo, por la voz de la sabiduría, la del abuelo del relato, ya es un ejercicio complicado —salvo para los dos intérpretes, se deduce—.
Sin embargo, quizás gran parte del argumento de la obra se sustenta en esa en la que José Luis García Pérez le dice a su nieta: “Buenos tiempos para los cartógrafos, malos para la humanidad”.
Es decir, que mientras, el mundo es dibujado redondo y cuadrado, pequeño y grande, con fronteras o libre de ataduras, por quienes lo intentan gobernar, la gente muere o se pierde intentando quedar entre los trazos de su patria.
Por este motivo, quien presenciase el domingo el espectáculo que acogió el Teatro Juan Bravo, seguramente no vuelva a mirar con los mismos ojos un mapa; de una ciudad, del tiempo, del metro, de un país, de la presión atmosférica, de husos horarios… de lo que sea.
Después de ver ‘El Cartógrafo’ los mapas ya no son lo que eran, sino lo que quisieron ser, y quienes los trazaron no siempre tuvieron la intención de colocar sobre sus leyendas lo que finalmente ubicaron.
Y es así. Tan descomunal es el guión de Mayorga, que el espectador acaba preguntándose cómo Blanca Portillo y José Luis García Pérez, especialmente éste último, fueron capaces de detectar en los mapas del dramaturgo todas las líneas que había trazado.
Con su ternura, con su dureza, con su drama, con sus lágrimas, con su incomprensión, con su hastío, con su nostalgia, con su rabia, con su frialdad, con su indiferencia, con su ingenuidad…
Con todas las que caben en las coordenadas de ¿doce? personajes y también en los 125 minutos durante los que se prolonga una obra que sólo ofrece respiro entre cambio y cambio de tiempo, que como también revela el viejo, “es lo más complicado del espacio”.
También lo es para los actores, que deben trasladarse, con un cambio de luces y un giro musical, de una Varsovia en guerra en la que comienza a faltar el pan y a desaparecer las personas, a una en la que los países conviven en las embajadas en una teatral paz.
Y lo hacen. Blanca Portillo y José Luis García Pérez lo hacen, borrándose de golpe las lágrimas de la cara y cambiando la tonalidad de la voz, introduciendo de repente un comentario puntual y gracioso, que logra que el mapa en el que se mueven por el escenario, lo sea de un tesoro.
Eso sí, de un tesoro rojo sangre o rojo diablo, no se sabe bien, en el que una vez que concluye la obra, y tomando la misma actitud que, según Mayorga, alguien debe tomar al dibujar un mapa, el espectador se pregunta, ¿por qué queda a salvo de ese color la mesita y la diminuta silla de madera sobre las que se sientan el cartógrafo y su nieta? ¿por qué quedan sin pintar de rojo las gafas? ¿por qué el abrigo que la niña le ofrece a su abuelo conserva el aspecto de su tejido?
Por qué, y esto es lo más importante, los lápices con los que han sido dibujados los mapas mantienen su color original. Tal vez haya que salirse del mapa para encontrar la respuesta.
