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Sacristanes, los ‘guardianes’ del patrimonio espiritual

por El Adelantado de Segovia
16 de febrero de 2023
en Segovia
María Henar Olombrada, la sacristana de la iglesia de El Salvador, en Fuentepelayo, enciende un cirio en el templo. / Juan Cruz Serrano

María Henar Olombrada, la sacristana de la iglesia de El Salvador, en Fuentepelayo, enciende un cirio en el templo. / Juan Cruz Serrano

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Dice un antiguo refrán castellano que “no se acuerda el cura de cuando fue sacristán”. Tan antiguo que, en la actualidad, escasísimos sacerdotes pueden haber realizado antes esa función y, además, cada vez son menos los que están asistidos por una figura que hasta hace pocas décadas, y durante siglos, ha tenido relevancia en la Iglesia Católica. En la Diócesis de Segovia prácticamente pueden contarse con los dedos de las manos los sacristanes en activo, relevados por los propios párrocos o por otras personas, al menos en algunas de las labores que tenía encomendadas tradicionalmente.

La historia de la Iglesia en Segovia, sin embargo, debe mucho a un sacristán pecador, el de la iglesia de San Facundo en 1410, que según los historiadores forma parte de esa leyenda negra que, en toda Europa, se propagó desde la Edad Media contra los hebreos.

Tan es así que la fiesta religiosa de la Catorcena se atribuye, según la leyenda, a un milagro ocurrido cuando judíos segovianos iban a cometer un sacrilegio con la hostia consagrada que dicho sacristán entregó a un médico judío a cambio de un dinero que necesitaba para hacer frente a un crédito. Los judíos iban a arrojarla al fuego pero se elevó por el aire, tembló la sinagoga con un formidable estallido, se abrió la fábrica del edificio de arriba a abajo para permitir salir al Cuerpo de Cristo, que sobrevoló toda la ciudad y terminó refugiándose en la iglesia del monasterio dominico de la Santa Cruz, hoy en día Aula Magna de IE University.

El sacristán confesó inmediatamente, el médico fue apresado y condenado a muerte y el rey, Juan II, confiscó la sinagoga, se la entregó al obispo y este se apresuró a consagrarla para el culto cristiano, llamándola, en memoria del hecho milagroso, Iglesia del Corpus Christi. Como desagravio a ese sacrilegio frustrado, las catorce parroquias que existían en aquellos años en la ciudad decidieron celebrar anualmente y de forma rotatoria la fiesta de la Catorcena, tradición que llega a nuestros días.

Como dato curioso, Segovia es la provincia de España donde han nacido más personas con el apellido Sacristán por cada mil habitantes, concretamente 2,6 como segundo apellido y 2,3 como primero. En conjunto hay 766 los y las segovianas Sacristán, pero de apellido, a los que se suman otros once doblemente Sacristán, por tener los dos apellidos. Es una buena cifra, teniendo en cuenta que en toda España son alrededor de 11.700 las personas que se apellidan Sacristán y solo Madrid, Barcelona y Valladolid superan en números absolutos a Segovia.

La función del sacristán

El vicario de Evangelización de la Diócesis de Segovia, Juan Cruz Arnanz, explica que el Obispado no dispone en la actualidad de un registro de sacristanes, que es una figura que se mantiene en muy pocas localidades y prácticamente por costumbre, ejercida en su mayor parte por personas jubiladas.

Entre sus funciones destaca las de abrir y cerrar la iglesia, tocar las campanas, preparar los objetos sagrados necesarios para la celebración litúrgica (cáliz, patena, corporales…), así como velas, incienso, etc.

Además, “tiene que estar un poco pendiente del orden y la limpieza de la sacristía, colocando las ropas litúrgicas y cuidando de que estén en buenas condiciones”, señala.

Antes de la reforma litúrgica debía acompañar siempre al sacerdote en la celebración de la Eucaristía para dar respuesta a las aclamaciones de la misa (o bien un monaguillo) porque el sacerdote no podía celebrar misa sin al menos otra persona presente en el templo, según comenta Arnanz.

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José Antonio Garciá Baciero, ‘Toñín’, recibió el Premio San Alfonso Rodríguez en octubre de 2022 de manos del obispo César Franco. / E. A.

‘Toñín’, el de Montejo

El año pasado, la Diócesis de Segovia distinguió a un sacristán, José Antonio García Baciero ‘Toñín’, con el VI Premio San Alfonso Rodríguez, como reconocimiento a las personas que, como él, de forma sencilla y discreta dedican su tiempo a los pequeños servicios cotidianos en favor de la Iglesia y la sociedad.

‘Toñín’ es de Montejo de la Vega de la Serrezuela, en el límite con las provincias de Burgos (al norte) y Soria (al noreste), de apenas 238 habitantes y a más de 100 kilómetros de distancia por carretera de la capital de la provincia. Es el sacristán desde que se consagró la iglesia, moderna, en los años ochenta del siglo pasado. Cuenta que desde entonces viene haciendo lo mismo. Si acaso, ahora tiene que hacer alguna gestión más para localizar a un cura si surge un imprevisto como por ejemplo un entierro. Hace poco tuvo que hacer hasta tres llamadas para la misa de difuntas de las aguederas del pueblo porque el párroco no podía y otro estaba de vacaciones. Al final se solucionó. Siempre se soluciona de una u otra manera y se muestra comprensivo porque en esa zona —la diócesis está distribuida en arciprestazgos— “habrá unos siete curas para más de sesenta pueblos, y algunos llevan más de once pueblos”, cuenta.

En Montejo no falta celebración los domingos. Si no puede ir el párroco, se oficia “la palabra” por algún laico, incluso a veces de municipios cercanos, como Moral de Hornuez.

En cualquier caso, este sacristán dice que no tiene problemas con ninguno de los oficiantes. Eso sí, nota que “no son de aquí”. La mayoría de los sacerdotes del medio rural son extranjeros “y son distintos a los de antes”, aunque en eso, conviene, en que la sociedad también ha cambiado mucho “y ahora los jóvenes tampoco responden cuando se les convoca para alguna reunión para catequesis, o cuando se casa uno, o quieren hacer bautizo. Lo quieren resolver sin más”.

Por la agenda ‘Toñín’ ha pasado posiblemente la historia de Montejo de los últimos 35 años porque lo apunta todo: “apunto, por ejemplo,’hoy hemos tenido misa a las once y hemos pedido por quien sea, con el cura Rodrigo Arias Monte, acompañado por el sacristán de Montejo, José Antonio García Baciero’ o, estos últimos días, que ‘hemos celebrado San Blas, primero la procesión, después la misa y luego se ha sacado la reliquia’”.

Destaca el mantenimiento dentro de lo posible, y con la excepción de los años de pandemia, de las tradiciones festivas y ayuda en lo que puede. El fin de semana del 4 y 5 de febrero se celebró primero San Blas y luego Santa Águeda. “Había gente para aburrir”, dice con orgullo y añade que las aguederas ofrecieron un aperitivo con limonada y algo de comer.

Recalca que la responsabilidad de estas fiestas es de las cofradías, como la de San Marcos, que tiene sus hermanos y los mayordomos encargados de las celebraciones cada año. “Algunos me preguntan: ‘¿qué hacemos?’. Pues mira: nueve días de novena, subís y preparáis velas y flores, si queréis. Yo rezo el rosario y luego el día de la fiesta el señor cura dice la misa, hay procesión y todo tan agusto”, concluye.

Ese último fin de semana de abril —San Marcos se conmemora el 25 de ese mes— la fiesta se celebra en la ermita, de la que también tiene llave García Baciero. “Tengo que ir, tocar las campanas y preparar bien la ermita”.

Le dicen que es como “el guardián” de todas esas costumbres, responde resuelto que “desde luego, pero no tengo queja, me tira esto y me preocupo de hacerlo lo mejor posible”.

Cuando tiene dudas pregunta al sacerdote, como hizo con el cambio en la liturgia en la celebración de San Blas. “Como la fiesta no es un día de domingo, usamos un libro más antiguo, que era la misa de mártires, y no venía en el libro de los domingos”, aclara.

Admite que el párroco anterior insistió en que recibiera una pequeña cantidad, generalmente en diciembre, por los gastos sobre todo de kilometraje para asistir a reuniones del arciprestazgo o para comprar la garrafa de vino, y el agua, en Aranda de Duero. “A veces me desplazo 20 ó 40 kilómetros pero no abuso”, recalca.

En “La iglesia Más bonita”

María Henar Olombrada Molino, a sus 80 años, sigue ejerciendo como sacristana de la iglesia de El Salvador, en Fuentepelayo, de la que habla maravillas. Enseguida desvía la conversación con elogios a este templo con origen en los siglos XII-XIII, declarado Bien de Interés Cultural en 1996, y tradicionalmente fue considerada como la parroquia de los pobres, pues a su alrededor estaban situadas las familias de las capas sociales productivas más humildes: tejedores, cardadores, cereros, albañiles, etc.

“Tenemos una iglesia muy bonita, de las antiguas, y luego tiene un techo precioso, de mucho valor, y es amplia, muy alta. He visto otras iglesias cuando íbamos a cantar con el coro —antes de la pandemia— y no he visto una iglesia tan bonita como la mía del Salvador. Digo mi iglesia pero no es mía, es de todo el mundo”, afirma la señora Henar.

Como sacristana dice que “hago lo que puedo, más no porque ya no estoy para eso” pero sigue siendo mucho, aunque en la iglesia no hay culto en invierno “porque es muy fría y tenemos la de Santa María la Mayor, muy hermosa, es una catedral. Allí voy todos los días y es también bonita, cada una tiene lo suyo”, explica.

Pero aún así procura abrir El Salvador algunos días, “porque es un poco húmeda, para que entre un poco el aire y se ventile”. Está poco tiempo por miedo a que entre alguien “y vaya a robar algo”.

“La limpio, la friego y estoy tan contenta con mi iglesia”, insiste. Además, como tiene la llave, si alguien quiere visitarla, “la enseño con todo mi amor porque esto lo hago por Dios, porque soy muy católica y Dios se lo merece y nada más”.

En verano sí dispone todos los preparativos para la misa: el cáliz, “las sabanillas” en el altar —algunas las ha confeccionado ella misma, como otras prendas religiosas— y asegura que todavía sube a la torre.

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José Luis Tur ayuda en la iglesia de Marugán. / E. A.

Marugán

José Luis Tur dice que no es sacristán, que hace “lo posible por ayudar en la iglesia” aunque reconoce que sustituyó en esa labor “al sacristán de toda la vida en Marugán hasta que enfermó y falleció”. No es natural del pueblo, su apellido es ibicenco, pero se compró una casita hace tiempo y ya lleva más de catorce años “preparando la iglesia para los actos litúrgicos que se celebran, tocando las campanas, poniendo la calefacción” y tenerlo todo preparado para cuando llega el sacerdote y pueda decir la misa sin demora “porque como hay pocos viene siempre corriendo de un pueblo a otro; no llega con mucho tiempo ni tampoco está mucho porque termina y se va a Muñopedro, por ejemplo”.

Reconoce que puede ayudar porque está jubilado, de lo contrario no sería fácil compaginarlo cuando hay entierros, bautizos, etc.

A la pregunta de si recibe alguna compensación, responde contundente que “no, ni la quiero. Si hago esto es porque me apetece. Esa es la palabra, porque me encuentro a gusto. Si algún día no puedo, le aviso al sacerdote y lo dejo todo preparado o le digo a alguien del pueblo que abra la puerta y toque las campanas. El resto lo dejo preparado”.

Se sabe que en la antigüedad muchas de las funciones del sacristán fueron realizadas por los ostiarii, posteriormente por los mansionarii y los tesoreros. Los Decretos de Gregorio IX afirman que su deber era el de cuidar los vasos, ornamentos y luces sagradas. El Cæremoniale Episcoporum prescribió que en catedrales y colegiatas, el sacristán debía ser un sacerdote pero esa costumbre ya se perdió y, por ejemplo, en la Catedral de Segovia hasta 2021 y durante 17 años ejerció esa función un laico, Ángel Fresnillo, y le ha sustituido otro, aunque El Adelantado no ha podido confirmar si con esa misma denominación.

En el recuerdo

En muchos pueblos de la provincia recuerdan a sus sacristanes. Pedro-M. Caballero Olmos escribió en 2002 un relato, ‘Elías, el sacristán’, sobre este personaje de Lastras de Cuéllar. En los libros parroquiales de iglesias como la de Hontoria, entre otros muchos, se recogen anotaciones sobre la importancia del cargo, estampando su firma en numerosos documentos. El Adelantado publicó en 1904 una vacante de sacristán en Valsaín, con un sueldo de 500 pesetas al año y que supiera tocar el órgano como requisito imprescindible, así como otros emolumentos que concedía el Real Patrimonio a sus empleados y derechos parroquiales. El nombramiento, sin embargo, correspondía al obispo, al que tenían que dirigirse las solicitudes de acuerdo con la Intendencia de la Casa Real.

En el devenir de los siglos, muchas parroquias llegaron a tener, por ejemplo en el XVIII, toda una plantilla a la que pagar: sacristán mayor, sacristán menor, sepulturero, organista, costurera y lavandera.

David San Juan, en un artículo publicado en El Adelantado el pasado noviembre destacaba “la realidad rural de nuestra diócesis”, en la que logran mantenerse pequeñas comunidades dispersas gracias al trabajo de personas como ‘Toño’, el sacristán de Montejo, que “ejercen una labor social inestimable manteniendo el patrimonio, acogiendo al visitante, dando vida a los pueblos…”.

En la Fundación del Patrimonio de Castilla y León, al hablar de buscar fórmulas para salvaguardar el patrimonio del medio rural, destacan que “ciudadanos anónimos han sido protagonistas en el respeto, cuidado y protección de patrimonio. Desde la figura del sacristán que ejercía labores de vigía en el patrimonio religioso, hasta la actual situación de determinados vecinos que custodian la llave y el cuidado de su iglesia, de su ermita, de su arquitectura o de sus tradiciones identitarias”.

Echando la vista atrás, poco a poco los pueblos ven como ocurre lo que ya cantaba Serrat en los años setenta: “El sacristán ha visto / hacerse viejo al cura. / El cura ha visto al cabo / y el cabo al sacristán. / Y mi pueblo después / vio morir a los tres” (‘Pueblo blanco’, canción de Joan Manuel Serrat. Del álbum ‘Mediterráneo. Año 1971).

Manual del sacristán

Buscando en viejos legajos de parroquias, pero también en Google, aparecen manuales, guías o descripciones destinadas a los sacristanes. En el siglo XVI, según recoge Candelaria Castro Pérez, en una tesis doctoral sobre contabilidad episcopal, en los libros de las parroquias aparece el sacristán como una figura masculina “que en las iglesias tiene a su cargo ayudar al sacerdote en el servicio del altar y cuidar de los ornamentos y de la limpieza y aseo de la iglesia y sacristía”. Entonces era designado por el obispo y el cargo recaía preferente en eclesiásticos y, de no ser posible, tenían preferencia los solteros a los casados.

Algunos sínodos acuerdan exigencias como que sepan leer, escribir y canto llano. Además debían residir cerca de la iglesia parroquial y vestir de forma decente. Su labor era retribuida, contando con un salario tanto en dinero como en especies, normalmente trigo.

Cuando se consideraba excesivo el trabajo del sacristán, también se distingue el cargo de ayudante, un sacristán menor que, entre otras funciones, barría la Iglesia, tocaba las campanas, sacaba la Cruz en los entierros y procesiones por la calle, etc. Frecuentemente, el sacristán menor estaba también obligado a enseñar la doctrina cristiana “a los niños y esclavos”.

Otras guías más modernas del “buen sacristán” destacan su disponibilidad y vocación de servicio, que trabaja cuando los demás descansan, que debe ser paciente y humilde y con capacidad de adaptación al párroco y los sacerdotes. Es importante que preste atención a los detalles, que conozca el vocabulario y la práctica de la liturgia, incluidas las tablas de precedencias entre celebraciones que tienen sus categorías; por ejemplo si la festividad de San José cae en domingo de Cuaresma, la celebración se desplaza al siguiente lunes posible.

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