No hay en Cuéllar, ni en el mundo entero, quien conozca la iglesia de Santa María de la Cuesta como Benito García Matesanz, su sacristán.
Nieto e hijo de sacristanes, no resultó extraño verle metido, desde muy niño, en la sacristía, entre ornamentos, máxime teniendo en cuenta que había nacido en una humilde vivienda colindante al templo. La Cuesta, como popularmente se denomina en Cuéllar, es su casa. Al menos así lo percibe él. Por eso le dolió cuando, a inicios de los años 70, un incendio que devoró el techo de la iglesia obligó a su familia a dejar su hogar de toda la vida. Por eso mismo hoy sigue denunciando la brutal destrucción de las murallas anejas al templo, en los 80. Tiene 82 años, sube cada dos o tres días a La Cuesta “a dar una vuelta”, y avisa: “Seré sacristán de esta iglesia hasta que me muera”.
En un tiempo en que el rico lenguaje de las campanas está en vías de extinción, él es capaz de recordar todos los toques, desde el de ‘clamor’ hasta ‘el de la postura del sol’. Desde hace unos quince años, toca las campanas ya solo de vez en cuando, en las escasas bodas que tienen lugar en La Cuesta o con motivo de la novena de San Isidro. ¡Ay las fiestas de San Isidro!. “Esa sí era una función como Dios manda. La de ahora, comparada con la de cuando yo era chico, es como un entierro de tercera”, asegura. San Isidro, patrón de los agricultores, “era la fiesta más grande de Cuéllar”. Sin embargo, a medida que la labranza fue perdiendo fuerza decayó la función. En su juventud, eran multitud los que iban ese día a la iglesia, a vender el típico turrón. Él dice haber visto “hasta cuarenta vendedores” de ese dulce. La cifra bajó después, bruscamente, hasta quedar solo un puesto, que acabó desapareciendo hace pocos años. “Es una pena que vaya a desaparecer nuestro turrón…”.
Si San Isidro ha retrocedido en apoyo popular, pasa lo contrario con el Niño de la Bola (días 1 y 6 de enero), fiesta a la que acude siempre con tejoletas, el instrumento musical típico de Cuéllar, que él prefiere llamar sencillamente castañuelas. “Aprendí su talla siendo niño, con una navaja y utilizando cajas de sardinas”. Tras este divertido trabajo, dejaba las castañuelas a que se secaran a la lumbre. Ahora, sigue haciendo castañuelas, pero muy diferentes. Gracias a su otro oficio, el de ebanista, últimamente ha traído madera de haya de Bolivia. “Esa sí suena bien”, dice. Y en la procesión del Niño de la Bola, él es de los que se pone de los primeros, a bailar con sus castañuelas. “Cuando la Virgen del Henar estoy dos horas seguidas”, advierte, en lo que considera una muestra de devoción a la patrona.
En cuanto a música, lamenta no haber aprendido a tocar el órgano, como su padre, y culpa de ello a la Guerra Civil, desbaratadora de todo. Siendo el menor de ocho hermanos, apenas pudo ir a la escuela y ahora dice, con un toque de ironía, saber hacer la letra ‘o’ “con el culo de un vaso”. Su limitadísima formación no le impidió aprender a cantar en funciones o entierros, haciéndolo con buen arte.
Estos días anda inquieto, pendiente de las fiestas de San Isidro. Por la mañana, echa un par de horas para ayudar a los sacerdotes de Cuéllar, arreglando bancos rotos o armarios de las iglesias. Por la tarde, otras dos horas en lo mismo. Después, a la novena. No para. Pero no le importa. “He empezado a vivir cuando me jubilé. Antes tuve seis hijos y me tenía que dedicar a ellos…”. Así que ahora le toca disfrutar de la vida.
