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Rostros de cine

por Sergio Casado
6 de julio de 2025
en Segovia
Catherine Deneuve, en “Repulsión”, de Roman Polanski.

Catherine Deneuve, en “Repulsión”, de Roman Polanski.

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En la biblioteca en diagonal busco un libro, cómo no. Si no aparece, paso la mano por los estantes, por los lomos y abro esos libros, me detengo en el autor, o en un párrafo, o en una palabra, como “fisonomía”. Siempre está a mano el diccionario de la Real Academia: “Aspecto particular del rostro de una persona”.

Rostro. El del actor o el del personaje. Realidad o ficción. Vuelvo al papel en blanco, ese que pronto estará arrugado si tengo éxito en lo que escribo. Apunto nombres de actores y actrices y de personajes. Apunto y encuadro a Harpo Marx. La antítesis de la angustia, escribió Marinero. Rostro del tenaz Kirk Douglas, Espartaco, Van Gogh o Doc Holliday. En otro recuadro el rostro de Audrey Hepburn, la paz. Y Paco Rabal es todos los personajes posibles. Es imparable en “Viridiana”, en “Nazarín” o en “Los santos inocentes”. Y Anthony Hopkins es C.S Lewis en “Tierras de penumbra”, esa extraordinaria película.

En “El rostro”, de Ingmar Bergman, la realidad es el reto para la magia, para la ficción. Es un duelo apasionante. Bergman es rostro, el del caballero Max Von Sydow frente a la Muerte, el rostro que era posible filmar en el séptimo sello, y Bergman lo hizo. Y un rostro hecho de dos rostros, de dos mujeres distintas. ¿O son la misma mujer? La incomunicación. O la comunicación con otro. O la comunicación posible entre dos seres humanos. Esta película es la fascinación: “Persona”.

A veces no hay rostro, como en “El hombre sin rostro” de Mel Gibson o incluso en “Invisible” con un Richard Gere al que el prójimo no ve, que deambula, que quizá ha perdido su esperanza completamente. ¿Quién será Gere? ¿Y quién será Darth Vader en “La guerra de las galaxias”? ¿Por qué no vemos su rostro? El rostro es la voz.

La belleza de la mujer pude ser la de Grace Kelly acercándose al rostro de James Stewart en “La ventana indiscreta”. Aparecen ecos pensando en la Kelly. Y viene a mi mente, a propósito del rostro de una mujer, un gabinete de pintura. Ese recuerdo es parte de un tridente de museos, en Madrid, un tridente muy poderoso, formado por el Museo del Prado, el Museo Thyssen y el Museo Reina Sofía.

Errol Flynn, en “Robin de los bosques”, de Michael Curtiz y William Keighley
Errol Flynn, en “Robin de los bosques”, de Michael Curtiz y William Keighley.

Yo paseo despistado, poco concentrado en lo que voy viendo en el Thyssen. Pero es un lugar en el que estoy bien, en el que me siento bien. Es difícil de explicar. Y voy como adormilado, ausente. Me detengo de repente ante una pintura de John Singer Sargent, el retrato de una mujer. ¿Quién es? De inmediato quiero saber quién es. Leo: “Lady Millicent, duquesa de Sutherland”. Me quedo pensando en esa mujer. El fondo, su vestido, todo en ella parece difuso, pintado a la disparada. ¡Pero el rostro! ¡Qué rostro! ¡Qué hechizo! El trabajo de Sargent es abrumador, un retrato que me llama desde 1904. La duquesa es cine. Cine de un solo fotograma, para detenerse en él, en el detalle de su belleza joven, frágil.

Me viene a la cabeza el retrato de Gene Tierney en “Laura” de Preminger. Me vienen a la cabeza los ojos de Nicole Kidman en “Retrato de una dama”, los ojos de Isabel Archer. Y Martin Donovan la observa, y Donovan es observado.

“Estos retratos tuyos para verte”, escribió el poeta y cineasta Manuel Altolaguirre. Yo no pinto, no sé hacer fotografías ni podría hacerlas con el temblor de mis manos fuera de mis rutinas. No puedo hacer ese cine imaginario, visual. Pero puedo escribir, y estos escritos de cine son como un diario, y un diario sirve para verse en claro, para explicarse, dice Sánchez Ostiz.

He tenido un sueño. No suelo recordarlos, pero en este caso puedo incluso escribirlo. Es un sueño en el que estoy en una gran sala de cine, seguramente de más de cuatrocientas butacas. Bien centrado ante la pantalla, en la última fila, estoy dispuesto a que empiece la película. Recuerdo qué película es: “Splendor”, la historia de una sala de cine, una película que he olvidado y me gustaría volver a ver. La sala está repleta de público, apenas hay butacas vacías y estamos en ese territorio mágico de los pocos minutos previos a que empiece la proyección. Todavía con las luces encendidas, un hombre está de pie a mi derecha y levanto mi mirada. Es el actor Marcello Mastroianni. Está sonriente y se sienta en la butaca junto a la mía. ¿Cómo es esto posible?

No tengo tiempo de preguntarle porque me despierto asombrado.

Son los rostros que me interesan: sencillos, francos y tranquilos. Se cruza en mi camino “Unos días para recordar”, de Jean Becker, con el actor Gerard Lanvin en el papel de Pierre, que se cae al Sena y que se ve obligado a pasar unos días en el hospital. Pierre manifiesta buen o mal humor o entereza. Toda la película se basa en su rostro y Becker lo filma sin énfasis. ¡El cine que me gusta!

De repente viene a mi cabeza con fuerza John Ford, esa maravillosa Anne Bancroft de “Siete mujeres”, sacrificio, o el Henry Fonda de “Fort Apache”, empeño y locura. Y Edmond O´Brien en “El hombre que mató a Liberty Valance”. En la escena quizá más conmovedora de Ford, O´Brien se ve arrinconado, humillado, maltratado por Lee Marvin. Su rostro inspira piedad, absurdo, sinsentido. Sólo Ford pudo filmarla así e introducirla en una película para los estandartes de grandeza del cine. Sólo Ford pudo filmar el rostro de Katharine Hepburn en “María Estuardo”, directo, soñador, histórico. Siempre “sólo Ford”.

Errol Flynn es Custer o es Robin Hood, es ingenio y buen humor, rostro sonriente. Qué recuerdo de aquel cine en las sobremesas de Televisión Española y sin embargo no lo vuelvo a ver. Quizá es así como debe ser y quizá toca estar ya al cine del presente y del futuro.

Rubén me avisa. No olvides “El hombre elefante”, de Lynch. ¿Qué representa ese rostro? Significa cuestionarnos a nosotros mismos.

Vuelvo de la decidida Hepburn (Katharine) de “María Estuardo” a la alegría de Hepburn (Audrey) en “Charada”. ¿Y qué pasa si mezclamos su rostro con el del romántico, cómico, sofisticado Cary Grant? Dirigidos por Stanley Donen crean un cine luminoso. Adelante con los faroles.

En “Belle de jour”, Manolo Marinero recuerda que la protagonista excepcional, particular, toma forma gracias a la expresión vacua, cretina, de Catherine Deneuve. Hay roles a los que sólo actrices como la Deneuve pueden acceder, como sucede en la también buñueliana “Tristana” o en la “Repulsión” de Roman Polanski. La Deneuve real es antipatía pero también misterio, inquietud, belleza.

Mientras, Mitchum está en la bañera en “El Dorado”. Mira al espectador y le pregunta qué hace ahí. Todos se pitorrean de él. Hawks representa el buen humor ante el fatalismo.

Se ríen de Balboa en “Rocky”. Se ríen de Stallone, pero él dejó suficiente legado con “Rocky”, su película de 1976. Mil y una miradas a su rostro, al de Talia Shire y a la semblanza de Filadelfia. ¡Vamos, Rocky!

Más rostros. Rubén me habla de Woody Allen, por el que merece la pena vivir, me habla de Bette Davis y José Cantos recuerda a Orson Welles, tanto en “Ciudadano Kane” como en “El tercer hombre” y “Sed de mal”.

Meliés hace su ilusión en “Evocación espiritista” (1899). Es otro que quiere enseñarnos la lección del buen humor, que teníamos olvidada o de nuevo suspendida con un insuficiente o un muy deficiente. Meliés es una luna con rostro, un cohete que se estrella en un ojo de la luna.

Paco Rabal, en “Los Santos Inocentes”, de Mario Camus.
Paco Rabal, en “Los Santos Inocentes”, de Mario Camus.

Miro la “Historia del cine” de Blume. Con ansiedad paso páginas. ¡El “Nosferatu” de Murnau! ¡Peter Lorre en “M”! ¡Jack Benny es un travieso en “Ser o no ser” de Lubitsch! ¡Travieso también Mickey en “Fantasía”!

Mis favoritos son esos amigos de “The long voyage home” de Ford. No atendemos a un único rostro, sino a una multitud. Ford cuenta con todos para contar una historia: John Qualen, Thomas Mitchell, Barry Fitzgerald, John Wayne. Su verdad cruza el umbral de la ficción, como Sargent con su duquesa de Sutherland.

Elena me avisa de Rossy de Palma, rostro de rostros de las chicas Almodóvar, que siempre descubre, otorga papeles a mujeres que en él ejercen fascinación, como la Tilda Swinton de “La habitación de al lado”.

Bogart conoce su oficio en “La reina de África”. Y Gene Kelly conoce su oficio en la farola de “Cantando bajo la lluvia”. Hemos perdido eso. Hemos perdido la alegría. O no. O quizá soy yo el que la ha perdido.

Lino Ventura es Resistencia, Dignidad, Sacrificio en “El ejército de las sombras” de Melville. ¡Maldita sea! He olvidado la película y he olvidado “Cleo de 5 a 7” de Agnes Vardá. ¿Quién es Cleo? He olvidado el rostro, el nombre de esa actriz, la trama. ¡Pero poco importa! ¡La vi! ¡La vi! Es la completa destrucción de la memoria y por su puesto de las caras de intérpretes y de todo lo que es el cine.

Había olvidado las “Fresas salvajes” de Bergman, el rostro de Victor Sjostrom, las miradas, los gestos que sólo Bergman es capaz de extraer. Con las películas del maestro sueco siempre tengo la impresión, al verlas, de que es el mejor, de que es el cineasta que mejor se ha sabido acercar al misterio en el que vivimos.

Truffaut y sus cuatrocientos golpes. Era muy joven cuando vi esa película y he olvidado también el rostro de Jean Pierre Leaud. Blume dice que es uno de los retratos más intensos y emocionantes de la adolescencia vertidos al celuloide. Es el rostro de Leaud.

Se me acaba el tiempo, de escribir y también de olvidar, que olvidaré lo que aquí escribo. Olvidaré, si no me esfuerzo mucho en verlos, los retratos de Harvey Keitel y Mira Sorvino en “Lulu on the bridge”, los rostros cuando descubren una piedra fuera de normal, una piedra mágica. Olvidaré a Sean Connery en “007 contra el Doctor No”. Olvidaré a Sellers en “La pantera rosa”. Bruce Lee mira a cámara y él es puro cine y más allá de eso. Su rostro es algo más: es leyenda.

Pocos como Hoffman en “Cowboy de medianoche” o “Papillon”, como Emilie Dequenne en “Rosetta” o como Adrien Brody en “El pianista”. Rostros y rostros pasan. Rostros y rostros pasan y otros no pasarán. ¿Y para qué? ¿Por qué?

Mi desenlace es que hemos de quedarnos con nuestros rostros, los míos, los nuestros, que tenemos ahí cerca. Mirémoslos fijamente, sin intentar molestarlos, cuando no se den cuenta, retratémoslos o dejemos que nos retraten cuando y como dejemos. “Estos retratos tuyos para verte”, insisto en Altolaguirre. Altolaguirre para resistir mejor.

Sylvester Stallone, en “Rocky”, de John G. Avildsen
Sylvester Stallone, en “Rocky”, de John G. Avildsen.

¿Y el horror? Intentemos subsanarlo, ayudar en todo lo que podamos, como a la niña de “El exorcista”. Es todo siniestro, frío, deshumanizado. Pero afortunadamente existe un padre Karras. ¡Hemos de encontrarlo!

Y me voy cansando de palabras como “rostro”, “cara” o “semblante”. Esta última no ha he utilizado, pero podría haberlo hecho con el semblante de Jean Gabin en “El muelle de las brumas” de Carné o con el del Bardem de “No es país para viejos” o con la joven “Amelie” de Jean Pierre Jeunet. O con De Niro en “Taxi Driver” o Farnsworth en “Una historia verdadera”.

El lector ve mi rostro, o algo que se le parece, en estos escritos. Yo divago, me dejo de nuevo llevar por el sueño de un cine que no es y que es al mismo tiempo, que existe, ese cine en el que Marcello Mastroianni se sienta a mi lado porque “Splendor” está a punto de empezar. La historia de un cine dentro de un cine.

Reto al olvido y me despido con el rostro de un guionista de cine. Viste impecablemente, es muy joven, fuma un cigarrillo. Es fotografiado junto a José Luis Cuerda o Manolo Matji. Es retratado. Tiene mil caras, es muy poderoso. De repente, tras un accidente de tráfico su rostro cambia. Nuestros rostros cambian. Envejece el guionista y crece la amargura, pero también la sabiduría. Erice también le filma en los últimos años. Su rostro es ahora el que yo pinto en lo que escribo.

Busquemos el rostro de los nuestros, de los espectros pero también de los que aún están cerca. Busquémoslos si desaparecemos, pensando que existen otros mundos, que existe un sentido para todo esto, que volveremos. Busquémonos unos a otros en esos otros mundos.

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