Al iniciarse las navidades pasadas todos pudimos leer en la prensa la revocación por la Cámara de Apelaciones argentina de la resolución dictada por una juez de aquel país contra Rodolfo Martín Villa, ministro de la monarquía en varias carteras durante la Transición, por “crímenes de lesa humanidad”. Según la querella, cuatro muertos en manifestaciones y enfrentamientos con la policía en diversos sucesos ocurridos entre 1976 y 1978 responderían a un “plan ordenado sistemático y generalizado” con el fin de asesinar, exterminar, esclavizar, deportar, torturar o privar de libertad a la población civil, pues esto es lo que significa en derecho internacional los crímenes de lesa humanidad.
La juez instructora se ha amparado en el principio de justicia universal (en virtud del cual los tribunales de un determinado país ejercen su jurisdicción sobre crímenes internacionales de especial gravedad, sobre la base de la naturaleza del delito, sin tomar en consideración ni el lugar donde fue cometido, ni la nacionalidad de su autor), pues de otra forma no tendría competencia ninguna. La Cámara de Apelaciones por unanimidad manifestó en su resolución “el desacierto” de la calificación jurídica efectuada por la magistrada al considerar al imputado como “autor mediato por el dominio de un aparato de poder organizado”. Además, uno de los magistrados que compone la citada Cámara fue más allá y declaró que la dificultad y magnitud del procedimiento judicial “no puede traducirse en relajar exigencias probatorias que son ineludibles a la hora de precisar adecuadamente los acontecimientos y su encuadre normativo en un delito contra el derecho de gentes”, o lo que es lo mismo, que la magistrada no ha cumplido ningún requisito probatorio para demostrar la acusación.
Esta resolución pone de momento en su sitio la querella presentada en 2014 y que puede ser aún recurrida en la Corte Suprema, a lo que el Sr. Martín Villa ha declarado que, si ocurriese, él se personaría.
Cualquier español de más de cincuenta años sabe perfectamente que esta querella no solamente es un abuso sino un insulto a la historia y un intento de cancelación de todo el proceso de Transición que gracias a protagonistas como el propio Martín Villa, significó precisamente, todo lo contrario de lo que se le ha acusado. Para llegar hasta aquí han confluido tres factores: dos activos uno pasivo. Creo difícil que una iniciativa de este tipo —que solo me atrevo a calificar de esperpento— hubiera sido posible sin cierto tono reflejado en la Ley de Memoria Histórica de 2007, sin el nacimiento de ciertos partidos políticos populistas y sin la dejación de funciones de un Estado que no defiende sus propios logros. La Ley de Memoria Histórica instauró la “verdad oficial” a través de la división de los españoles entre aquellos malos ciudadanos que deben repudiar a sus abuelos, y otros merecedores de atesorar unos derechos que se les niega a los primeros. Y a este proyecto rupturista de la concordia se le unió un populismo, ahora gubernamental, cuyas políticas de cancelación con respecto a la Transición van encaminadas, cuarenta y cinco años después, a desbordar la reforma pactada, a través de una ruptura que no obtuvo suficiente apoyo popular en la Transición. Porque en aquel proceso los españoles estuvieron a la altura de las circunstancias. Según el mega sondeo de Data (del profesor Juan Linz) en julio 1976 las preferencias de los españoles eran: Movimiento Nacional 16%, Falange 4%, Democracia Cristiana 30%, Liberales 7%, Partidos regionales 9%, Carlistas 1%, Socialdemócratas 25%, Otros socialistas 4%, Comunistas 4%, lo que demuestra que un 75% de españoles apoyaba opciones no extremistas, representando una mayoría conservadora con vínculos a lo que se llamaba el ‘franquismo sociológico’. Los españoles rechazaron el tremendismo, lo absoluto, la revolución y la ruptura, y abrazaron la reforma, el cambio, la renovación, el progreso y la reparación (que a esto se han dedicado muchos gobiernos de la democracia) que supusieron las opciones de cambio de los reformadores y de la oposición moderada. Lo dejó escrito el profesor Santos Juliá en ‘Transiciones’: la Transición fue un proceso histórico que empezó muchos años antes, en el que ni mucho menos la iniciativa y los grandes logros son un capital exclusivo atribuible a la oposición.
Si nuestros padres y abuelos eligieron unos políticos básicamente reformistas que fundaron una casa común —’Estado democrático y social de derecho’— cuyas vigas institucionales impulsadas por el rey Juan Carlos I, permiten encauzar los conflictos a través del imperio de la ley, el derecho a un juicio justo y sobre todo, limitar el poder para no perpetuarse y eliminar la oposición, no despreciemos ese legado caracterizado en la Constitución de 1978 refugiándonos en una —en palabras del profesor George Steiner— “nostalgia de lo absoluto”, desviándonos de las conquistas de moderación y templanza que nuestros mayores nos enseñaron, todo lo contrario del tremendismo que el populismo nos propone. Recientemente, Benigno Pendás nos ha recordado que si hablamos de política es imprescindible remontarnos a la Grecia clásica en la que la demagogia era un arma dialéctica utilizada por los atenienses que apelaba al miedo, a los prejuicios y a las emociones: el populismo es la versión de la demagogia del siglo XXI.
Rodolfo Martín Villa se podía haber refugiado en la Ley de Amnistía de 1977, pero en este caso le perjudicó, pues esa ley se hizo para aquellos que tenían delitos de intencionalidad política. No era su caso, motivo por el cual ha querido siempre personarse y declarar para poder demostrar que la Transición fue reconciliación, todo lo contrario a un crimen, como ha quedado patente en los veinte testimonios que presentó en su defensa, algunos de ellos firmados precisamente por representantes de aquellos a los que el ex ministro habría perseguido (como los de líderes sindicalistas y ex presidentes González y Zapatero). La ley de Amnistía no fue en ningún caso una ley de Punto Final, no fue una condición sine quanon sino una iniciativa de la oposición a través de una propuesta de ley presentada en el Congreso de los diputados y a la que se sumó el Gobierno. La primera de la democracia.
No cabe mayor prueba de que la Transición significó reconciliación que entre los testimonios que el ex ministro presentó a su favor ante la corte argentina, uno de ellos fue el del que fuera miembro de ETA, Teo Uriarte, condenado en el proceso de Burgos e indultado gracias al dictamen del Consejo del Reino del cual Martín Villa era miembro con treinta y seis años, por lo que el ex ministro ha declarado “ahora es Teo Uriarte quien proclama mi inocencia, creo que eso es la Transición”.
(*) Director de la Fundación Transición Española.
