Rey por encima de otra consideración, de otras –todas- circunstancias, incluso familiares. Es el meollo del mensaje de Felipe VI a la nación la pasada Nochebuena. Y es la naturaleza de una institución como la Monarquía en un Estado social y democrático de derecho como España; es la diferencia con la actitud de su padre, el Rey Juan Carlos, que en un momento determinado de su vida decidió que sus intereses personales, después de cuarenta años de servicio –y extraordinario servicio- a la nación, debían primar sobre cualquier otra circunstancia. Un representante de una alta magistratura del Estado no debe jamás diferenciar el ámbito privado de lo público. Ni lo debe hacer el Rey, ni los miembros del Gobierno, del poder legislativo o del judicial. Las instituciones se fundan sobre obligaciones, no sobre privilegios; las instituciones poseen el monopolio de la administración, por eso los derechos se concibieron como salvaguarda de los intereses personales frente a los poderes del Estado, y no al revés. Hace unos siglos, en Castilla se recogían en los fueros, hoy en la Constitución, que es la norma suprema de la organización social. La Constitución es una norma viva, no anquilosada; no pertenece a una u otra generación; tiene vigencia mientras sea útil. Da fortaleza al país la estabilidad de las normas y de las instituciones. Por eso es tan eficaz en un sistema parlamentario la figura de un Jefe del Estado vitalicio. Como los es para EE.UU. que los garantes de la Constitución –los miembros del Tribunal Supremo- queden fuera de la normal transitoriedad y de los vaivenes políticos y ocupen sus cargos mientras les dure la vida.

Es el esquema que pensaron en 1787 los padres de la patria americana. Y los españoles de 1978. Pero para este anclaje se necesitan magistraturas fuertes, que cumplan el cometido que la Constitución les atribuye. El rey es una de ellas, la clave de la bóveda. Es posible que se le exija no solo utilidad, sino también ejemplaridad. Cuando el reconocimiento de su autoridad se debe a un pacto social, y no a ningún tipo de inmanencia ni gracia divina, es lógico que los ciudadanos le requieran algo más que al resto de magistraturas.
“Los principios éticos están por encima de las consideraciones familiares”
En España la monarquía nunca ha perdido su utilidad en estos 42 años de Constitución. Su ejercicio ha sido ejemplar. Con una torpeza inaudita el Rey Juan Carlos se ha olvidado de que su condición es perpetua, aunque no ejerza funciones de Jefe de Estado. En una monarquía un Rey nunca dimite; y por lo tanto la moral pública debe ser la que guíe siempre su comportamiento. Es lo que le diferencia de un presidente de la República o de un primer ministro, que una vez fuera del cargo pasan a ser un simple jarrón chino. Es gratificante observar cómo el actual monarca es consciente de que ejercer un puesto como el suyo es una carga antes que un privilegio, y que la función de utilidad va indisolublemente unida a un contingente ético estricto. “Los principios éticos están por encima de las consideraciones familiares”, remarcó en la Nochebuena Felipe VI, y esto es la base de todo: la utilidad a la nación y la ética deben ser los fundamentos de esta alta magistratura, por encima de intereses particulares o privilegios. Y los principios constitucionales el único camino que recoja los pasos de un rey. Por eso, lo absolutamente acertado que estuvo Felipe VI cuando intervino públicamente ante la sedición catalana. Porque un rey no debe tener neutralidad ideológica cuando el orden constitucional está en peligro.
Y es en este punto en donde eché en falta una referencia más explícita a la situación por la que pasan las instituciones en España en estos momentos. El Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces, está sin renovar desde hace dos años, y sin embargo sigue realizando sus funciones, cosa auténticamente anómala. Lo que vale como argumento para la monarquía debe servir para el resto de instituciones nacionales. Incluso, cómo no, para el Gobierno. Un vicepresidente no lo es a tiempo parcial, poniéndose el gorro de particular cuando le interesa, esté en un viaje oficial o dando un mitin. La utilidad y la ética sin excepciones son principios que no tienen fecha de caducidad mientras se ejerce un cargo, cualquier cargo público, aunque, por desgracia, sea esta una lección que no todos han aprendido.
