En cuanto salí de la mili empecé el oficio de maestro. Bajé del coche de línea. Me subí a la bici, prestada, desvencijada, funcional, para completar el recorrido hasta el pueblo de destino. Al abrir la puerta de la escuela me topé con los retratos que había dejado colgados de cuando niño: Franco y José Antonio flanqueando el crucifijo.
En el cuartel había dejado parte del ejército nacional y un número esperanzador de profesionales que pretendían separar la milicia de la política. Yo deseaba ser progre: compraba y leía El País todos los días, Triunfo cada semana. Simpatizaba con la guerrilla nicaragüense. Aplaudía la teología de la liberación y por ahí seguido. Cuando descolgué el retrato de Franco quedó un rectángulo limpio, sin polvo ni hollín, que recordaba la pintura original del aula. Pensé que su ausencia daría más que hablar que su presencia. Imbuido por una prudencia casi astuta y por miedo a levantar polvareda decidí reponer a Franco en su trono y dejar el marrón para los siguientes. El trabajo de la unitaria me absorbió de tal forma que no volví a reparar en la cuestión. Así, entre otros detalles, comencé a ser maestro.
Después de pasarme los años reivindicando la denominación de maestro, en vez de Profesor de EGB, como rezaba mi título de diplomado, y para terminar mi carrera profesional fui ascendido a Profesor de Secundaria. Nunca se sabe las vueltas que dan las leyes educativas. Sólo se constata que la siguiente, que aún está por elaborar, será mucho peor que la vigente. Entre medias habrán florecido miles de decretos en los que la terminología puede arruinar la vocación más pujante.
Cuando llegué al instituto, otrora de bachiller, sentí mi ascenso y el historial del centro como orgullo personal. En el salón de actos, escoltado por dos bajorrelieves de escayola, presidía el cuadro de Juan Carlos I, lo mismo que en el resto de las aulas por las que había pasado desde la de marras del inicio.
Un buen día el retrato del rey Juan Carlos mudó por uno de Cervantes. No me pareció tan mal el cambio. Achacaba yo entonces el hecho a la mano de algún ilustrado de tantos como había entre los compañeros. Sí se me pasó por la cabeza preguntar sobre la oficialidad u obligatoriedad del cambio. Pero mi aspiración, no siempre conseguida, seguía siendo la prudencia y la huida de la provocación. O sea: no meterme en líos. Porque para este momento el claustro se dividía en dos grupos netamente diferenciados. Los progres, más jóvenes, eran mayoría y se sentaban en la parte de la sala de profesores con sofás bajos. Una minoría más o menos veterana ocupaba la parte noble, amueblada con una preciosa mesa de roble, rodeada de pesadas e incómodas sillas con asiento de cuero, restos ambos del legado de un prócer adinerado de la ciudad. Dado mi proverbial complejo de inferioridad por ser maestro, corroborado por el ostentoso complejo, si no título o condición, de catedrático de algunos, empecé frecuentando ambas zonas. Acabé por formar parte de un tercer grupo: el de los que no subíamos a la sala de profesores.
Hoy, al ver la prensa, compruebo cómo siguen cediendo la joyita de salón de actos de “mi” instituto, número uno en acústica de la ciudad, para actos de diversa condición. Donde un día reinó Juan Carlos I y después Cervantes observo un vacío clamoroso. Nada. Si esa fuera la fórmula de superar una nueva e incruenta guerra civil lo daría por bueno. Pero esto me hace pensar en lo cobarde que he ido siendo a lo largo de mi vida: por quedar bien, por no herir sensibilidades, por querer ser amigo de todo el mundo.
A medida que me hago viejo voy perdiendo el pudor, crece mi esfuerzo por luchar contra la impostura y apenas me quedan ganas de mantener las formalidades, sobre todo frente a ignorantes y malintencionados.
Es verdad que nadie me pregunta. Así me resulta fácil convivir con todas las ideologías, religiones, aficiones y opiniones. Con callar, en la mayoría de los casos, se queda bien. Puesto en el brete de una discusión donde no reine la confianza saco de mi cartera la frase de Ibn Al Arabi, un amigo mío sufí y murciano del s. XII, y leo: “Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era la mía. Ahora mi corazón acoge todas las formas: Es pradera de gacelas, claustro de monjes, templo de ídolos, tabla de la Tora y libro del Corán. Porque profeso la religión del amor y voy a donde me lleve su cabalgadura.”
Por supuesto que ni compro ni leo El País, ese diario tan dependiente de la mañana. Me enteré tarde de que Haro Tecleen pasó por varias ideologías. Fíjate en qué ha derivado Daniel Ortega y su señora. No veo que mi tan estimado Concilio Vaticano II haya disipado todas las dudas sin resolver del Evangelio. Y siento el apocalíptico vómito de Dios sobre los medias tintas porque aquí, sin ser de derechas ni de izquierdas, no se nota el paraguas de ningún colectivo. Mis profetas (Tomás Moro, mi santo favorito, al que yo creo que no habría imitado, Antonio Escohotado, con su libro, cumbre para mí, Los enemigos del comercio, Ayn Rand, todavía desconocida para muchos) y mis poetas (Cernuda, Jiménez, Machado, Alas Clarín) me van aliviando en el camino.
“Llamadme publicano”, otra frase que me pisó León Felipe. No es que no me importe. Es que como crece mi incipiente sordera y leo tan poco es fácil que no me entere. En tal caso rubricaría con lo que le dijo el abuelo del chiste al nieto cuando este le objetaba que vivir sin llevar la contraria a alguien sea imposible: “Pues que sea, hijo, que sea”.
Por no permanecer en la tibieza trataría de poner el retrato del nuestro Rey Felipe VI donde le corresponde y explicaría a quien se dejara: Nunca en España hubo un periodo tan largo y de tanto bienestar como el que se inició en la Transición y llega hasta nuestros días. De lo cual yo deduzco que lo que queda por hacer es mantenerlo, si es que no se puede mejorar, antes que volver a entretenernos en si son galgos o podencos, si no en matarnos. ¿A que ahora me tildan de conservador? O antiguo y obsoleto. Por supuesto mayor, viejo, anciano, de la tercera edad. Vivir en los adjetivos.
