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Reflexiones silenciosas de un carro de la compra

por Ángel Gracia Ruiz
23 de mayo de 2023
en Tribuna
ANGEL GRACIA
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Soy bajito, hecho de lona impermeable, resistente al sol, a la lluvia y a los permanentes cambios extremos del clima típico de una olvidada capital castellana. Mi tez es naranja y rugosa, como aquella fruta identificadora antaño de un país envidiado por otros, por su buen vivir. Tengo 33 años, todo un logro de longevidad para un individuo de mi especie. Sé que mi cuerpo terminará en el contenedor de un punto limpio, como el del resto de mis congéneres. Dedico mi vida a contemplar, para luego poder contar. Nadie se da cuenta de mi existencia y eso me facilita mi misión. Durante este tiempo, he sido testigo silencioso de los aconteceres de esta ciudad. He transportado, traqueteando sobre sus adoquines, el alimento de tres generaciones. Mi interior ha contenido la comida de una familia cuyos miembros han ido viniendo y marchando de este mundo tan curioso. Soy un sencillo Carro de la Compra.

Cada vez somos menos. Hemos sido sustituidos por plástico y, últimamente, por unas resistentes bolsas, dicen que biodegradables, de tela de rafia que, cuando se llenan, lesionan la espalda de sus transportistas, en su semanal paseo entre la caja del supermercado y el coche, aparcado a unos metros. Soy feliz cuando me sacan de casa, algún martes por San José, algún jueves a la plaza mayor o algún sábado a la plaza de toros. Allí sí que me vuelvo a relacionar con mis congéneres. Nos contamos nuestros chismes cuando nos paran en uno u otro puesto.

— ¡Qué caros tienes los tomates, Nacho!
— Si quieres comer tomate es lo que hay. O:
— Paco, ¿Te doy hoy perejil del Betis o unos champiñones blanquitos como la camiseta del Madrid, después de la soba que os dieron anoche? —escucho y sonrío por dentro mientras la cara de Paco enrojece y se constriñe de rabia.

Envuelto en este chascarrillo, contemplo las acelgas de Mozoncillo, los ajos de Vallelado, las patatas de Pinarnegrillo, los garbanzos de Valseca. Es como volver a la infancia, cuando salía con Doña Carmen a recorrer Segovia para llenarme de lo más selecto. En aquel entonces, Eroski, Mercadona, Lidl, Día y tantos otros, estaban en el limbo de los justos. Entre las tiendas de barrio ya asomaba la cabeza alguna pequeña cadena como ‘Pascual’ o ‘Claudio Moreno’ que abrían sus pequeños economatos. Allí estaba la cajera, “Escupe Guadalupe” —cállate, niño— o ‘El Repollo Goyo’ —te has quedado sin conguito, por “maleducadito”. Aquellas sabias madres o abuelas sabían dónde encontrar lo que a sus seres más queridos querían dar. Y es que, ese amor a la hora de comprar era el ingrediente secreto en el momento de cocinar.

Llegar a casa, después del colegio, tirar la cartera y entrar corriendo en la cocina, era todo un ritual improvisado y natural que se repetía cada día. Meter el hocico en los pucheros, pinchar una patata a medio freír, untar el dedo en la masa de las croquetas o comer un boquerón crudo, recién lavado, era todo un impulso irrefrenable que proporcionaba el placer momentáneo inigualable. Sentarse a la mesa, todos juntos, dar las gracias por “los alimentos que vamos a tomar”, contar lo ocurrido, reír y, a veces, discutir, formaba parte de una ceremonia. Verlos a todos comer con deleite, desde la galería, aquello que había trasladado por las calles de Segovia esa mañana, me llenaba de satisfacción.

Me cuentan mis amigos los carros que, ahora, en sus casas, casi nunca los sacan de paseo. Que mamá come en la cocina, medio de pie, mientras recoge; que papá no come en casa; que Clara se pide una pizza, que ingiere en su cuarto, mientras tele trabaja por una miseria y mamá paga por bizum porque a ella no le llega; y que Arturo, el pequeño, de veinticinco años, le llevan la comida china, que engulle mientras pega un tiro al intruso del vídeo juego de turno.

Como tengo mucho tiempo para observar, cuando no me sacan de casa, desde la galería, miro al cielo. Escucho la queja permanente de los hortelanos, ganaderos, pescaderos o agricultores honrados por la asfixia a la que están siendo sometidos. Me doy cuenta de que, lo que antes llevaba en mi interior por unas pesetas, ahora vale un par de cientos de euros. Contemplo la desaparición de aquellas pequeñas y entrañables tiendas de barrio por la que antes me movía como ‘Pepe por su casa’. Degusto los alimentos y me doy cuenta de que no saben cómo antes. Veo cerrar y morir a los pequeños economatos y abrir y crecer a los grandes supermercados. Leo normas en las que nadie repara y contemplo el modo en el que los están engañando sin que se enteren porque, ¡están tan ocupados! Unos pocos quieren que todos coman lo que sólo ellos producen. Mantienen a la gente enferma con sus productos para engancharlos de por vida a un fármaco que, curiosamente, sólo ellos venden. A través de multinacionales no votadas por nadie, destruyen lo pequeño, lo auténtico, lo elegido, lo democrático, porque lo poco y grande es sencillo de manejar, lo mucho y diverso, les resulta ingobernable.

Me siento feliz cuando recuerdo a Doña Carmen, o a su hija Carmina, paseándome por las calles. Mientras, miro a quien escribe lo que pienso. A la vez, huelo el fruto del borboteo del lento proceso alquímico de transformación del alimento que yo mismo he traído a casa. Veo a la sacerdotisa ejecutando su ritual de fuego, como antaño, en el templo sagrado de la cocina. Allí sólo entran los buenos alimentos, los elevados pensamientos, la palabra pura del silencio y la acción atenta y correcta del cocinar perfecto. Y, hasta que llegue el día en que mis hierros terminen en el contenedor de un punto limpio, seguiré contemplando, para después contarlo, porque nadie me presta la más mínima atención, ya que soy un simple carro de la compra.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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