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Recuerdos sísmicos

por Sergio Plaza Cerezo
25 de febrero de 2023
en Tribuna
SERGIO PLAZA CEREZO
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Los lunes de San Nicolás

Puedes besar a la novia

Sin pagar, ni pedir perdón

Los terremotos han vuelto a las portadas a raíz de la tragedia acaecida en Turquía y Siria. Noticia recurrente en este planeta marcado por la lucha del hombre, tan frágil, frente a una naturaleza hostil. Se trata de momento apropiado para compartir con los lectores de “El Adelantado” mis recuerdos sísmicos. Estoy aquí para contarlo; otros carecieron de esa dicha.

Cuántos países invierten en su desarrollo económico; y, de repente, aparecen huracanes o terremotos que arramplan con varios puntos del PIB de una tacada. Las catástrofes naturales son ejemplificación del mito de Sísifo, ya referido en artículo previo, cuyo pedrusco siempre se cae, ladera abajo de la montaña, cuando el hombre esforzado está a punto de llegar a la cima. El personaje no desespera; y vuelve a la carga.

Sin duda, la ausencia de riesgo sísmico articula pilar de buena geografía. Esta variable no es baladí en la explicación de éxitos y fracasos nacionales. Cierta leyenda cuenta que la resistencia de un arco de piedra, durante siglos, en el casco histórico de la Ciudad de Panamá, convenció de la idoneidad para construir un canal que atravesara el istmo, frente a la alternativa lacustre y fluvial de Nicaragua. En el país cuya economía bascula en torno a la infraestructura para el transporte marítimo, se editó una guía para inversores. Y me resultó llamativa cierta ventaja referida, indicadora de bienestar: la potabilidad del agua de grifo.

La visita a Managua (2004) me transmitió sensación de ciudad distópica, abandonada. Por alguna razón, en mi imaginación, se me asemejó a los restos, que podría dejar muchos años después, una catástrofe nuclear. Sin duda, ante aquella visión, como cinéfilo, estaba influido por la escena final del Nueva York llorado por el personaje de Charlton Heston en “El planeta de los simios” (1968), película de ciencia ficción, al encontrarse con la estatua de la Libertad destruida. El centro histórico de Managua, arrasado, estaba tal como quedó durante el terremoto devastador de 1972. Palacio presidencial, catedral y ruinas de algunos edificios antaño emblemáticos. En la que fuera Farmacia Managua, residían, bajo régimen de ocupación, algunas familias de bajos ingresos. Los más pequeños trataban con mucho respeto a cierta anciana en aquel vecindario aislado, marcado por pobreza y dignidad. Cuando grababa dicho encuentro, una niña se acercó al visor de la cámara de video. Y, sorprendida, les dijo a sus amiguitos: “Mira, se ve a Doña Cleo”. Esta mujer, representante de la Latinoamérica profunda, nos regaló una bonita historia, pura literatura. Según contaba, durante el día anterior al movimiento telúrico, habrían aparecido tres mujeres muy blancas, también vestidas de blanco. “Ay Managua, Managua, violenta y traicionera” fue mensaje inquietante transmitido por aquel trío, afirmaba la señora testigo de los hechos. El realismo mágico aparece debajo de las piedras, por doquier, al otro lado del “charco”.

La nueva Managua devino en ciudad surrealista de calle única. En plano pensado para el automóvil, la centralidad emergente giraba en torno a la carretera de salida hacia Masaya. Los mejores restaurantes, como Cocina de Doña Haydée, y bares glamurosos con aires tropicales se encontraban allí. En la misma vía, hacia las afueras, vivía en un chalet, con seguridad privada durante las 24 horas, nuestra prima Pilar Juárez Boal. Ejercía como diplomática de la Unión Europea (UE); e insistió para que nos alojáramos en su casa.

Los terremotos estuvieron presentes en las conversaciones mantenidas, ya que su marido y ella padecieron en la Ciudad de México el magno temblor de 1985. En aquellos días felices, nada hacía presagiar su trágico destino. Managua nos dejaba recuerdos intensos, como los vendedores de tucanes que te acercaban uno de esos pájaros con pico inmenso a la ventanilla del automóvil. También recuerdo una lección relativa al funcionamiento espontáneo de los mercados. En medio de la nocturnidad, al abandonar cierto restaurante, solo había un taxi: el mismo que nos trasladara tres horas antes. La tarifa pactada para el retorno duplicó la previa para la ida. Ley universal de oferta versus demanda.

Llegamos a Nicaragua desde San José, donde disfruté de tres semanas como profesor visitante en la Universidad Nacional de Costa Rica (UNCR), un centro estupendo, cuya librería dejaba entrever gran cantidad de publicaciones sobre investigaciones efectuadas desde una visión centroamericana –y no solo nacional-, a pesar del pequeño tamaño del país. Nos alojamos en un pequeño hotel, reservado por la institución solo para docentes, ubicado cerca del barrio universitario de San Pedro. Su propietario, quien residía allí, era profesor de la UNCR. El hombre pertenecía a una vieja familia alemana de hacendados cafetaleros; y esta condición influía para que el inmueble estuviera decorado con profusión. Un escenario propio de película de Luchino Visconti. San José había crecido mucho en poco tiempo; y la dirección postal era peculiar en extremo, sin referencia a calle tal con número determinado. Por escrito, ocupaba cuatro líneas, que orientaban en plan barroco cómo llegar a través de referencias cercanas.

En una madrugada, volvía del cuarto de baño; y el suelo empezó a doblarse. ¿Qué pasa?, preguntó mi hermano. La tierra se mueve, contestó mi madre. Cuando llegué a la cama, una estatua enorme, depositada sobre la balda colgada en la pared, había caído a la altura de mi almohada. Randolph, propietario del establecimiento, era profesor de Arquitectura; y había diseñado el edificio con prevención antisísmica; pero, falló en algo tan simple como recargar la alcoba con objetos decorativos susceptibles de lastimarte. Así, pude tener una muerte tonta.

En la jornada anterior, habíamos visitado el Parque Nacional de Manuel Antonio, con calas donde podía aparecer una iguana. En el autobús, Ernesto, escritor en potencia, se fijó en un pasajero peculiar: Cierto mecánico desplazado para reparar un piano. En aquel emplazamiento del Pacífico, se inició el temblor con 6.2 grados en la escala de Richter. Las réplicas continuaron durante toda la noche; y las camas se agitaban como en la película de “El exorcista”.

Mi familia y yo no abandonamos la habitación; pero, según supimos a la mañana siguiente, otro huésped, un profesor francés, sufrió ataque de ansiedad. La empleada que servía los desayunos estuvo pegada durante toda la noche al televisor –que nosotros no encendimos-. Nos comentó que jamás visitaría la región de Nicoya, ante el pronóstico de un terremoto muy letal en algún momento futuro. ¿Una leyenda urbana? Mi hermano era persona de ideas fijas; y se empeñó en que fuéramos, durante aquella misma jornada, al volcán Poas. Recién acabado el temblor, me imponía respeto esa excursión; pero, no pasó nada, más allá de la espera a que el cielo se despejara, para poder contemplar la belleza del cráter con sus aguas verdosas. Costa Rica sobrepasa en poco la extensión de Extremadura; pero, alberga un cuatro por ciento de la biodiversidad mundial. “Pura vida” es lema nacional de los ticos.

Algunos años después, nuestra prima Pilar Juárez, natural del Real Sitio de San Ildefonso, mujer simpática y alegre, fue destinada por la UE a Haití, dentro de una carrera profesional muy interesante. La mala suerte quiso que, el día doce de enero de 2010, fecha de uno de los terremotos más terribles de la Historia con más de 300.000 víctimas, esta mujer se encontrara en una reunión celebrada en la sede de las Naciones Unidas en Puerto Príncipe. El edificio, correspondiente a un antiguo hotel, se vino abajo. La diplomática estuvo desaparecida por varios días, antes de poder certificarse el óbito. La vida en un hilo, ya que, si hubiera permanecido en casa o en su oficina, habría sobrevivido. Todas hieren; la última mata.

Habría sido bonito visitar a Pilar y familia en Haití, país donde mi hermano y yo habíamos realizado una incursión desde la República Dominicana (1998); breve, pero intensa. Cuando el autobús, de regreso, entraba en Santo Domingo, tuvimos la sensación de llegar a Manhattan; tal era la pobreza del país que ocupa la mitad occidental de la isla bautizada como La Española. Siempre comento mi sensación de habernos internado en el África profunda. Recién cruzada la aduana, una primera imagen: cuatro o cinco mujeres en cuclillas que cocinaban al pie de un árbol. Nunca olvidaré la instantánea de otras féminas, portadoras de grandes cántaros en la cabeza, a la manera de sus ancestros, en ascenso por los cerros que rodean Puerto Príncipe para abastecerse de agua potable. Desde la comodidad, no valoramos el privilegio de vivir en una casa con grifos provisores del líquido elemento, sinónimo de vida en este mundo en el que, como afirmaba Albert Camus, todos estamos condenados a la pena de muerte.

En una destilería de ron ubicada en aquellos altos, tan lejos de Dios, sin presencia alguna de turistas, nuestro guía local nos emplazó a tomar un trago. Y, después, el ritual obligado en aquellas soledades del alma consistió en escupir al suelo, como homenaje a nuestros muertos.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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