La otra noche me acosté con un libro. Se me abrió de pastas y no lo pude evitar. En mi defensa alegaré que, de momento, no es pecado dormir con un libro, y por otra parte es cosa que no suelo hacer, debido, mayormente, a que a las horas intempestivas en que consigo desprenderme a manotazos de mis obligaciones y arrastrarme hasta el lecho, de lo único que tengo ganas es de roncar cual jabalí guadarrameño. El volumen en cuestión hablaba de cementerios, tema muy apropiado cuando uno se dispone a dormir, pues que el sueño no deja de ser una muerte temporal y bien educada, una muerte de juguete en la que, al igual que en los videojuegos, siempre —dejémoslo en casi siempre— tiene uno una nueva oportunidad de volver a jugar después de muerto. Entre otras curiosidades que aprendí en la mencionada obra, resulta que nuestro cementerio, el de San Ildefonso, al que por cierto me referí de pasada unas cuantas columnas más atrás (con tanta columna esto empieza a parecer el Partenón) fue el primer cementerio civil de España. Carlos III, ese monarca con vocación de albañil, así lo dispuso en una real cédula expedida en el año de 1875. En aquellos tiempos, la población ya había tomado la costumbre de morirse tanto o más que ahora, y como las inhumaciones se hacían, de ordinario, dentro de los recintos de las iglesias, llegó un momento en que, si bien la Fe de los fieles no se resentía, su olfato sí, razón por la cual, nuestro Borbón obrero encontró una solución obituacional y ordenó que los cementerios se ubicaran, a partir de entonces, fuera de los núcleos urbanos. Esta costumbre de morirse, que, como indiqué líneas arriba, viene practicando la humanidad desde tiempos pretéritos (excepción hecha de Jordi Hurtado) es una cosa muy seria. Los muertos suelen ser gente de pocas palabras, excepto si están cerca Iker Jiménez o Jiménez del Oso —¿será cosa del apellido?— en cuyo caso se vuelven más locuaces que Jorge Javier Vázquez. Y hablando de Vázquez. Una vez que visité el cementerio de La Granja, en compañía de mi alcalde, José Luis idem, nos encontramos un interesante libro de salmos muy antiguo y por si acaso tenía algún valor, lo enviamos al ayuntamiento. Mientras él, con su ojo práctico de primer edil, indagaba cómo adecentar y mejorar el eterno emplazamiento, quien esto escribe, siempre con harta novelería en la cabeza, se bajó a la cripta y halló allí una mohosa pero ilustre tumba que le sirvió, tiempo después, como romántico pretexto para ligar con una aristocrática muchacha, viva en este caso, no vayan a pensar mal. Aquel amor, ay, murió hace ya mucho tiempo. Y es que lo único que no muere en la vida, mis queridos lectores, es la muerte.
