La Noche de la luna llena de Segovia es una noche muy especial en la que puede acontecer cualquier cosa, incluso que se celebre sin luna llena. La influencia de esta mágica noche en el Festival de narradores se plasmó en la multiplicación de la contada de Ramón García Mateos por tres. Bueno, sería más correcto decir que la hizo más grande, porque más que tres pases de un espectáculo cerrado y medido lo que se escuchó en el patio de la casa de Andrés Laguna fue una larga contada con dos intermedios, ya que, al atesorar tantas historias de Cerralbo (Salamanca), el narrador pudo ir pellizcando su memoria al gusto de cada momento de la noche.
Tres contadas seguidas es un regalo envenenado, envenenado porque puede ser agotador para garganta y cráneo, pero un regalo, al fin y al cabo, porque al repetir tan seguidamente la propuesta permite irla afinando, destilándola y mejorándola en cada nueva ocasión. La primera no fue fácil: de nuevo el patio más fabulero de la judería era un lugar demasiado ruidoso para la escucha y a los ruidos habituales de la zona se juntaban los lejanos tambores de batucada y los movimientos y murmullos de un público no habitual. García Mateos cayó en la trampa de dar muchas explicaciones y de narrar poco, algo que se corrigió en la siguiente contada donde brotó la complicidad con un público menos numeroso y más recogido en torno al escenario. Ahí empezó a trabarse la atmósfera querencial de la infancia y de las historias de las personas, ya personajes de Cerralbo: el zapatero Comebuches que explicaba su mote con dos historias diferentes -dependiendo de si tenía en su mano un vaso de orujo de la sierra o un vaso de vino de la ribera-, el replique del señor Secundino a los disfrazados de cazadores, la vuelta con las patatas meneadas o revolconas del señor Elías y, por supuesto, la pantagruélica apuesta del mozo viejo Miguelón. Las historias son anécdotas, ocurrencias de vecinos chispeantes narradas con la compostura, calma y austeridad de ese estilo en silla y sobremesa muy propio de los pueblos de la meseta. Tal vez en algún momento faltó agilidad en la narración y tal vez hubiera ayudado alguna inclusión más de esos versos citados de romances populares que también resonaban en la potentísima voz del narrado de origen salmantino, quien, sin embargo, lleva impreso el ritmo en el movimiento de unas manos que parecían ir amasando la historia y el perfil de sus protagonistas.
La narración de Ramón García Mateos es narración pura, a veces con tendencia a la explicación más que a la narración de la historia, sin estrategias escénicas, y cuya fuerza reside en el tratamiento de los materiales. De este modo, donde cualquiera solo encontraría chascarrillos de pueblo, él -gracias a su mirada poética con la que atesora las suyas- consigue revivir aquellos que ya no están y que tuvieron esos destellos de esplendor, gracia y popularidad en un mundo cada vez más lejano del que creemos habitar hoy en día. Por eso, cuando García Mateos cuenta parece que está mirando, como el señor Secundino, más allá de quién está en frente, a las tierras salmantinas, a la infancia retomada. Y entonces, el escuchador, viéndolo tan lejos, tiene la sensación de que hay un lugar mágico que conocer, tal vez al tercer paseo de la noche.
