No sé si son los algoritmos o que verdaderamente el asunto ha generado un alto impacto en los medios, pero en los últimos días me han llovido los avisos en mi smartphone con las reacciones a la decisión de Rafael Nadal de ejercer de embajador del tenis en Arabia Saudí.
Reacciones, por lo general, en forma de críticas de opinión más perniciosas y dañinas que constructivas, y que por el tono de la escritura se deducen altas dosis de cortisol en sus redactores, lo cual no es nada bueno para la salud. Por citar algunos, Iñaki López en La Sexta lo llamó iluso; en La Ser, Pepe Belmonte calificó su ambición de desmedida y Bob Pop, en redes sociales, aseguró que Nadal no tiene amigas (me pregunto cuál será su grado de relación con el tenista para asegurar tal cuestión).
Hasta algún defensor como Luis Figo adoptaba esta actitud agresiva, entrando al trapo con comentarios sobre las paguitas de sus detractores. Stan Wawrinka, en cambio, en una postura mucho más cauta, afirmó que la firma de Nadal con Arabia le parece una buena noticia para la promoción del tenis en aquel país.
Sin duda, se trata de firmas de mucho mayor prestigio que la mía y de soportes con mayor difusión que en el que yo escribo. Pero no sé… creo que no hay que juzgar a Rafael Nadal por aceptar ser embajador de un país de dudosa reputación. Y no lo juzgo, porque Rafael Nadal ha asumido el riesgo de pasar a la acción, mientras sus detractores solo opinan. Con la acción, y solo eso ya es un mérito que reconocer al tenista español, se puede aportar un granito de arena para que el país sea mejor. En cambio, con la opinión, y desde territorio seguro, no.
Así que la decisión de Rafael Nadal de representar al tenis saudí merece todo mi respeto. Lo siento.
