Cuando siendo niño llegaba a casa desastrado y sucio después de haber estado tardeando entre arroyos y pinos, mi madre soltaba un lapidario: “Pareces un quinqui”. Reconozco que era una expresión que nunca supe con certeza lo que significaba hasta que, años después y gracias a mis lecturas, alcancé a saberlo. ¿Llevaría razón mi madre?
Cae en mis manos el libro “Vagabundos de Castilla” escrito en 1902 por Juan Díaz Caneja y prologado por el ilustre guadarramista, Constancio Bernardo de Quirós. En el libro se describe la forma de vivir, sus mañas, costumbres y jerga de una familia de quinquilleros que a ojos del cronista formaban parte del reino del mal por generar desolación y desastre. ¡Vaya prensa tenían los quinquis! Y es que a finales del XVIII las viejas ciudades castellanas —y Segovia no era una excepción— también guardaban en sus arrabales las formas más clásicas de la truhanería en que el harapo era parte de su estética. Teófilo Gautier aseguraba en “Viaje por España” que ni diez años empleados en el propósito de manchar, arrugar y romper un pedazo de paño, bastarían para llegar a la sublimidad que el harapo tenía en Castilla. ¡Vaya con don Teófilo! El atuendo delataba la condición. Si a ello se unía una salud afligida, la estampa estaba servida. Y es que, a decir de Maeztu, entre la tisis, la bronquitis y la pulmonía, no quedaría ningún exangüe en pie ni anémico vivo. Por eso, el marginado se buscaba sus vueltas para alcanzar una improbable mejor vida que huyese de la enfermedad y de la miseria. En esa vana labor el quinqui excedía lo que la moralidad y la sociedad —alta y buena sociedad— deseaban. El delito, como parte del oficio quinquillero, también se escenifica en los caminos, igual que en los arrabales castellanos, ambos buenos lugares para cumplir las rapiñas que en no pocas ocasiones tenían nefastas consecuencias y que solían acabar, como poco, en sesenta azotes o sesenta días de cadena. Así lo recoge en una añosa coplilla Díaz Caneja: “Cuídate de que te cojan / y que te pesquen sus manos/ que a tiros y puñaladas/ te castigarán, hermano.”
Mi tierra alta segoviana conoce historias de paso, de engaños, de caminos, de peligros y de asaltos. También de quinquilleros. Me viene a la memoria la Real Cédula que dictaba, ante la perturbación de la quietud pública de los caminos por los malhechores entregados al delito, pena de vida para bandidos, contrabandistas o salteadores que hicieran resistencia con arma blanca. Y al que no opusiera resistencia, sólo le caían… ¡diez años de presidio! ¡Estaba la cosa para poca broma! Vale. Eso de la rebaja de pena a diez años me recuerda a la actual reducción de la cuantía de una multa de tráfico si no la recurres. ¡En fin, cosas mías!
Al tema. No es de extrañar que todo el que injustificadamente anduviera errante por los caminos pasase a ser sospechoso de una vagancia delictiva que se podía pagar con la vida. ¡Quinquilleros todos! Eso incluía a aquellos que portaban cámaras oscuras, a los que traían animales domesticados con habilidades -piénsese en la cabra y la silla- a los buhoneros, a los romeros extraviados del camino-desencaminados según el de Hita- o a los que se decían universitarios y vagaban sin salvoconducto en calidad de tales. También a los saludadores, los loberos o a los vagos extranjeros aptos para las armas a los que se les aplicaba la Real Ordenanza de levas para acabar sirviendo en los regimientos de la Corona. Y es por esto por lo que los quinquis tenían su propio lenguaje protector y señales casi jeroglíficas a lo largo de los caminos y a la entrada de los pueblos advirtiendo a sus compadres sobre lo que se encontrarían en la villa.
Regreso al principio y concluyo, ¿quinquillero? Visto lo visto, yo creo que mi madre cargaba las tintas cuando yo llegaba a casa sucio, espectral y ella me tildaba de quinqui. ¡Hasta dónde la tendría! En fin, cosas de madres.
