Las exequias de la reina de Inglaterra nos sumergieron dentro de una especie de superproducción hollywoodiense en cinemascope, susceptible de retrotraernos a la era victoriana, cuando el Imperio Británico alcanzó su cénit. Londres ha sido centro del mundo por unos días; y, así, Isabel II ganaba, como el Cid Campeador, una batalla después de muerta. CNN retransmitió con el mismo celo que BBC: asistimos a una película de épocas -más que de época-. En desfiles, funerales y otros actos, contemplamos desde chambelanes con golilla, tal vez enviados por Enrique VIII en la máquina del tiempo de H.G. Wells, hasta la icónica Policía Montada del Canadá. La realidad ha superado a la ficción: todo era de verdad. No había vuelta de hoja: las procesiones concluyeron en la sepultura del castillo de Windsor, emplazamiento del tiempo de Guillermo el Conquistador, primer rey normando –siglo XI-. El conde mariscal respiraba tranquilo: en país de tradiciones, este cargo público, ostentado por el aristócrata de mayor rango –duque de Norfolk-, organiza los funerales de los reyes de Inglaterra.
Gran Bretaña ha estado conmocionada, muchos republicanos incluidos, dentro de un luto colectivo. La reina, percibida como abuela, siempre estuvo ahí. La gente tenía muchos recuerdos en los que ella aparecía de alguna manera. A pesar de su ancianidad -96 años-, ante muerte ajena, ya decía un antiguo poeta inglés: “¿por quién doblan las campanas? Doblan por todos nosotros”. La tasa de popularidad de Isabel II –un 80 por ciento- se situaba por encima de la correspondiente a la monarquía –poco más del 60 por ciento-. Carlos III tendrá que revalidar su puesto en el día a día: los jóvenes se desmarcan de los mayores; y, el apoyo a la institución ha caído diez puntos en la última década. La soberana cumplió hasta el final; y recibió, 48 horas antes del deceso, a Liz Truss, quién tomaba posesión como premier.
Una pieza clave en la coreografía nos ponía la carne de gallina, a pesar de Gibraltar y demás. Se trata de ese himno precioso y tribal: “Dios salve al rey”. Cuán diferentes las percepciones sobre España, según las clases sociales. Desde aquellos que nos identifican con playas, juerga y cerveza barata, hasta los hispanistas surgidos en el “establishment” de “Oxbridge”. Estos últimos son herederos de viajeros románticos como George Borrow -Don Jorgito-. Gracias a su libro “La Biblia en España” (1843), aprendí que “currar” es vocablo del romaní.
En el acompañamiento del féretro, ¿cuáles han sido los uniformes más presentes y llamativos? Las casacas rojas de los miembros de la Guardia Real. Una prenda simbólica del Imperio Británico. ¿Recuerdan “El hombre que pudo reinar” (1975)? Adaptación cinematográfica de un relato de Rudyard Kipling. Los dos protagonistas, al igual que en la célebre novela “Kim de la India”, son remedo de Don Quijote y Sancho. Una meritoria influencia cervantina en el principal narrador de la India victoriana, si consideramos el antagonismo previo hispano-inglés.
Desde nuestra afición al cotilleo, España tiene ventaja comparativa en revistas del corazón. Siendo niños, leíamos “Hola” en la peluquería; y la realeza británica siempre tuvo tribuna. Una mujer limeña me decía que, en los años de plomo de Sendero Luminoso, solo iba al centro de la ciudad para adquirir su ejemplar semanal. La globalización de “Hola” ha rebasado Latinoamérica, gracias a su gemela “Hello”. Los dos últimos números de la edición española se han dedicado de forma íntegra a Isabel II. Por alguna razón que ni yo mismo comprendo, los he comprado. No recuerdo la última vez que adquirí “Hola”. ¿El poder blando de la soberana?
Ante la contemplación del macizo del Annapurna –Himalaya-, desde el mirador de Pokhara, te sientes frente a las montañas globales. ¿Era Isabel II una suerte de reina global? Sin duda, uno de los rostros más conocidos del planeta. Su fama se extendió a la familia, sacudida por escándalos que desacralizaron la monarquía en país poco acostumbrado a desnudar sus emociones. Victoria, cuyo reinado abarcó 63 años, presidió el Imperio Británico durante su esplendor. Isabel II presenció el desmantelamiento; pero, llegaría a ser más conocida que su predecesora, por 70 años que abarcaron desde el inicio de la televisión a las redes sociales.
Muchos de ustedes recordarán dónde se encontraban al conocer la muerte trágica de Diana de Gales (1997), cuya boda con el príncipe Carlos presenciamos por televisión. Mi hermano y yo lo supimos en Tahití, dentro de un viaje de vuelta al mundo; mientras, mi madre seguía con atención las retransmisiones en directo de TVE. En una tarde estival (1990), había un gentío en el “Tower Bridge” de Londres; y, creo recordar, fuegos artificiales. Todos contemplaban el mítico yate Britannia en aguas del Támesis: la reina madre –viuda de Jorge VI- celebraba su cumpleaños número noventa. Los años pasaron; y, una mañana de verano austral (2007), cierto revuelo junto al hotel más emblemático de Punta Arenas llamó nuestra atención. Allí veríamos salir a la princesa Ana –hija de Isabel II-, desplazada a Chile con objeto de visitar la Antártida. Imágenes que no se olvidan: la dama al natural cuyas fotografías veíamos en el papel couché antes del corte de pelo. Nada anunciaba la presencia de huésped tan regia en el coqueto bar inglés del establecimiento durante la noche anterior. Otra instantánea: la mesa que ocupó la madre de Ana, cual pieza de museo, en un salón de té famoso de Singapur.
Existe una familia real europea. ¿Qué compartían Isabel II, Felipe de Edimburgo, Juan Carlos I y Sofía de Grecia? Una tatarabuela y matriarca: la reina Victoria de Inglaterra. Las monarquías tienen sus códigos: el rey emérito y caído de España, autoexiliado en Abu Dabi, ocupó asiento preferencial en el funeral de Estado de su prima Lilibeth, muy por delante de Joe Biden en la abadía de Westminster.
Los británicos saben organizar y respetar las colas. En la espera para acceder al velatorio de Buckingham Palace, una mujer con rasgos indostánicos mostraba la pulsera asignada con el número uno. Un hombre malayo de mediana edad rompía a llorar al ser entrevistado por la BBC. En los primeros años del reinado de Isabel II, Gran Bretaña reprimió con dureza los movimientos independentistas en el estertor del Imperio Británico; pero, el Londres multicultural estuvo presente en el velorio de la amiga de Nelson Mandela.
Theresa May, primera ministra del Reino Unido hasta 2019, permaneció en la cola cual ciudadana anónima. Y lo mismo hizo David Beckham, quién aguantó más de doce horas hasta poder pasar junto a ese féretro engalanado con la corona, orbe y cetro. De la misma forma que la mandataria, el astro, condecorado con la Orden del Imperio Británico, icono global del deporte rey y propietario de una mansión en una isla artificial de Dubai, dio lección de humildad, ciudadanía y cultura cívica. Como el reza el título de una película amable, quiero ser como Beckham. La que fuera llamada “pérfida Albión”, cuando Zarra marcó su gol a los ingleses en el estadio de Maracaná (1950), tiene algo especial. Yo me quedo sin palabras.
El antropólogo brasileño Roberto DaMatta ha teorizado sobre esta frase “¿sabe usted con quién está hablando?”. El engreimiento de aquellos que se creen importantes. Algo sabemos del tema españoles y latinoamericanos. En países como Perú, no resulta extraño escuchar “yo a usted lo meto preso”, ante una riña callejera menor. Cuántos llevan en sus adentros a un pequeño dictador en países individualistas con escasa tradición democrática. En cierta ocasión, un “showman” televisivo muy famoso, ahora retirado, se solazaba en la terraza del café Gijón de Madrid, ajeno al automóvil estacionado a su vera, en lugar donde ni siquiera está permitido parar unos segundos. También recuerdo a una famosilla del mismo medio, quien aparcara en sitio prohibidísimo de la Plaza de España para comprarse algo en Faborit.
Un maestro pastelero y panadero me contaba una anécdota sabrosa, acontecida en Segovia: cierto ex vicepresidente del gobierno de la democracia española estacionó mal el coche; y accedió al establecimiento. El político pidió una barra de pan; pero, el regente le contesto que solo se la daría si los clientes que hacían cola estaban de acuerdo. El hombre cogió y se fue.
