«Estos, ¿quiénes son y de dónde han salido?». Esta es una pregunta que muchos de nuestros contemporáneos pueden hacerse al pasar delante de un monasterio. Cuando vivía en Madrid, mi casa estaba junto a un monasterio de clausura. Muchos días, al pasar por la plaza delante de este monasterio, escuchaba a los guías turísticos hacer explicaciones de lo más estrambóticas acerca de la vida que llevaban las mujeres que allí vivían. Además, ofrecían a los turistas la posibilidad de llamar al torno y escuchar la voz de una de ellas, lo que era presentado como quien va al zoológico a ver una rara especie en extinción.
«¿Quiénes son y de dónde han venido?» Esta es la pregunta que uno de los ancianos hace al vidente en el capítulo siete del libro del Apocalipsis. El vidente responde: «Señor mío, tú sabrás». ¿Quiénes son estos hombres y mujeres que entran a vivir en un monasterio? Están en medio de nosotros, entre nuestras casas y se preocupan vivamente por todo lo nuestro, dedicando su vida a buscar de forma radical lo que, en el fondo, todos buscamos aun sin saberlo.
Los hijos de san Jerónimo y de san Juan de la Cruz; las hijas de santa Teresa, de santo Domingo de Guzmán, de san Francisco y santa Clara o de san Agustín: jerónimos, carmelitas, dominicas, clarisas, franciscanas concepcionistas, agustinas. Están presentes en nuestra ciudad y en nuestros pueblos ¡desde hace siglos! No les prestamos mucha atención hasta que por la edad o por la falta de vocaciones uno de estos monasterios tiene que echar el cierre. Y entonces se despierta en el pueblo un enorme dolor y rebeldía. «¿Cómo es posible que se vayan?» Y el dolor es totalmente justificado. Son verdaderamente el alma de la Diócesis y, sin ellos, nos faltaría algo esencial. No exagero. Algo esencial. Desde los primeros siglos, cristianos solos o en pequeños grupos se fueron al desierto o abrieron espacios de desierto y soledad en las ciudades para seguir la llamada a buscar al Único necesario. Por eso apuntan a lo esencial y, viviéndolo ellos, nos enseñan a todos a buscarlo. Cuando entramos en sus casas lo notamos: una paz y una alegría que no son de este mundo.
Muchas de ellas son mujeres de nuestros pueblos y ciudades que entraron hace un montón de años en el claustro. Allí rezan por nosotros, y no se olvidan de las gentes y de las calles que corrieron de niñas. Muchos de los que he conocido durante estos primeros meses en Segovia me han dicho: «yo tengo una prima en las carmelitas» o «mi madre tenía una tía clarisa…» Otras son mujeres misioneras que vinieron de lejanos países de América o Asia buscando una vida monástica que no existía aun en sus jóvenes Iglesias, o para sostener con enorme generosidad las comunidades de nuestra envejecida España.
Y, ¿qué hacen allí? Rezan y viven, aman y esperan. Como dice el lema de la Jornada Pro Orantibus, oran con fe, viven con esperanza. Viven en la fe de Abraham y Sara que, siendo ancianos esperaron contra toda esperanza, sabiendo que su futuro está totalmente en manos de aquel que les llamó. Y Dios les visitó en presencia de tres ángeles y les dio el hijo que esperaban. Nuestros monasterios no necesitan hacer programas de publicidad para llenar sus conventos, pues han hecho lo que tenían que hacer: responder a la llamada de Dios y ofrecer su vida para que sea tomada por el Señor y consagrada en el silencio, el trabajo y la oración. Su vida ya es fecunda y está llena de sentido. En realidad, es a nosotros a quienes más nos importa que sus monasterios sigan vivos y abiertos y, por eso, hemos de conocerlas y rezar por ellas y por los jóvenes que puedan abrir su corazón a la llamada del Señor a dejarlo todo y seguirle con el corazón encendido de su amor.
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* Obispo de Segovia.
