No estuvo en la edición del año pasado y el público fiel ya tenía ganas de que llegase la noche de Cadaval en este Festival de Narradores Orales de Segovia. Las entradas se agotaron, el patio de Andrés Laguna se llenó y muchos estaban esperando casi una hora antes para asegurarse un buen sitio: así es la expectación que despierta el de Ribeira. Cuando Quico Cadaval se subió al bajo escenario (que tanto ayuda a la hora de crear esa intimidad entre un narrador y cientos de escuchadores) lo primero que hizo fue explicar la dificultad que le suponía contar en Segovia donde ya había contado todo su repertorio, pero tras declararse él mismo como clásico se dispuso a narrar dos historias ya contadas en ocasiones anteriores.
La primera fue la del fugaz amor entre su amigo Emilio y Delaida mucho más desglosada de lo que el público recordaba por ese juego de aumentar y desarrollar ciertos aspectos del cuento con prolijas descripciones del apachurramiento de los rostros de los amantes, o de la banda sonora de la historia, pero, sobre todo, con la ejemplarizante versión escrita por Augusto Monterroso de la fábula de la Cigarra y la Hormiga a propósito del nombre de la discoteca donde trascurre el maravilloso encuentro de los adolescentes: Cantaruxa. La otra historia, la de la gata Papahostias, madre por accidente de siete pollitos -trufada con unas cuantas referencias, como la dedicada a la película de Sergio Leone Agáchate, maldito-, sucedida supuestamente en la casa de su amigo Camilo, tenía cierto aire tétrico al tiempo que etiológico e incluso científico. En cualquier caso, en las dos historias podían paladearse esos ingredientes tan característicos de la cocina de Cadaval, aunque en otras proporciones de las acostumbradas: un puntito de melancolía, ternura y socarronería: bastante de gusto por lo políticamente incorrecto y por lo provocador; muchas referencias, retórica y, por supuesto, retranca. Lo que llamó la atención fue que, pese a que sonara un móvil con cierta insistencia entre las sillas o incluso se oyera la conversación a través del móvil de un vecino y el alto volumen del televisor de otro, Cadaval no hiciera ningún ingenioso comentario…. andaba más comedido. Bueno, salvo en las recreaciones de las canciones, que bien que se marcó unos cuantos éxitos de las discotecas gallegas en los ochenta.
Volver a los clásicos siempre es un gusto, porque siempre se descubre un nuevo matiz, y en el caso de Cadaval hay una bruma que hace dudar de si tal o cual detalle estaba ya en aquella otra ocasión en que contó una historia ¿o es que tal vez no recordábamos la historia? Da igual, porque la magia de este clásico es que una vez que se sube al escenario y comienza a contar, el tiempo y el espacio se apachurra de tal manera que sin saber cómo se llega a otro tiempo y a otro espacio en el que ocurren cosas que en boca de cualquier otro resultarían increíbles. Y en ese espacio-tiempo se está tan a gustito que no apetece salir de ahí, tal vez por eso tardara tanto la hinchada cadavaliana en levantarse de la silla, abandonar el patio y volver a la realidad. ¿Pero ha terminado ya?
Hoy el Festival llega a su fin, y precisamente para cerrar esta decimoquinta edición se podrá degustar una novedad en Segovia: Patricia MacGill, políglota y viajera narradora que le hará la competencia a la final de la Eurocopa.
