Desde que traspase con creces el ecuador de mi existencia y fui consciente que es más lo que he vivido que lo que me puede quedar por vivir, a las cuestiones existenciales que se van acumulando propias de esta edad, tales como la preocupación por si nuestra pensión y los ahorros que hayamos podido acumular, resultarán suficientes para pagar la estancia en la residencia que nos está esperando a la vuelta de la esquina; se ha añadido últimamente otra, que sin llegar a angustiarme tanto como la anterior, no consigo que se me vaya de la cabeza. Coincide con la pregunta contenida en el título de este artículo. Poco ha contribuido a calmarme lo que escribiera hace unos días la segoviana Teresa Sanz Nieto, en un conocido diario regional, explicando cómo acabó ella llevándose un libro de la recientemente fallecida Julia Casaravilla, guardiana del bello Romeral de San Marcos que heredó de su marido, el paisajista uruguayo Leandro Silva. Libros, que estaban allí expectantes por volver a la vida de la mano de un nuevo dueño, que les pudiera rescatar de las fauces de la trituradora de papel que se esconde amenazante y agazapada detrás de los contenedores azules, decía Teresa. Borges, afirmaba por su parte, que un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que acaban dando con su lector adecuado. Parece ser que el ejemplar rescatado tuvo esa fortuna.
Ningún libro se merece el fatal destino de acabar convertido en insustancial pastel de celulosa: “No hay libro tan malo que no merezca algo bueno”, dicen que dijo Miguel de Cervantes. Y es que uno, sin llegar a ser un apasionado bibliófilo acaparador de libros, si ha seguido modestamente la recomendación de Cicerón, quien afirmaba que un hogar sin libros es como una persona sin alma. O la advertencia del político decimonónico británico Benjamín Disraeli, que aconsejaba guardarse del hombre de un solo libro. Y no, no hay un solo libro en los anaqueles de mis estanterías, más bien, cerca están de sobrepasar los dos millares. No todos leídos, por supuesto, lo reconozco, porque el gran impedimento de los nuevos libros que vas adquiriendo, es que te acaba imposibilitando leer los antiguos y no, la vida no nos da para tanto.
¿Qué será de nuestros libros cuando nosotros faltemos? Me sigue repitiendo el mantra de mi preocupación. Hace unos días traslade esta pregunta al amigo con el que suelo intercambiar alguna que otra reflexión vital, a través de esa nueva maravilla de comunicación que son las mal llamadas redes sociales. Puede que algunos de los míos sobrevivan, le comente. Serían aquellos primeros espadas que podrían acabar en una residencia de ancianos para libros, eufemísticamente conocidas como librerías de viejo, pero la mayoría de ellos me temo que acabaran en el temido contenedor. Para alargar y retrasar en lo posible este triste final, tengo pensado advertir a mis herederos que el poco dinero que les pueda dejar, porque estoy de acuerdo con los que afirman que una herencia no deja de ser un cálculo mal hecho, que si la Parca me concediera su tiempo, lo dejaré repartido en billetes de cinco y de diez euros, dentro de las páginas de mis apesadumbrados libros. Puede que alguno de los llamados a heredarme me lo agradezca. Les habré dado la oportunidad de que hayan podido hojear más de un libro en su vida.
