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Puntos cardinales

Segundo premio de la X Edición `Escribir sobre el paisaje´

por El Adelantado de Segovia y Albino Monterrubio
25 de agosto de 2025
en Tribuna
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Milenta veces se lo tengo dicho a las cigüeñas: vistas como las que disfruto cada día están al alcance de pocos. Ellas asienten, distraídas, y luego se afanan en adecentar el nido o en dar de comer a los cigoñinos, y no me prestan atención. Hace tiempo asumí que me consideran un mero elemento decorativo. Sin embargo, cierta vez, una de ellas se acomodó a mi costado y, tras acicalarse las plumas con el largo pico, me habló del mar. Pese a reconocer que el entorno era bello —cómo no iba a serlo si ella misma lo había elegido para criar a sus hijos—, me confesó que a veces echaba de menos la inmensidad azul de las llanuras del océano.

Anclada como estoy a esta torre, he asumido que nunca veré el mar. No dudo que sea un espectáculo impresionante, pero tampoco me quita el sueño. Es de sabios contentarse con lo que una tiene, y no resulta sensato anhelar lo imposible. Sobre todo si no hay motivo para la queja.

Mi cuerpo de cruz latina lo forjó un herrero llegado del norte en la primera oleada de la repoblación. Así lo ordenó, altivo, el entonces señor de estas tierras. Días después de que el acero se enfriara, el alarife me encaramó a la techumbre de la primitiva iglesia. A pesar de que han transcurrido mil años desde aquel día, nunca me he aburrido. Los actores y el escenario cambian cada atardecer, cada estación, cada época. Su esencia es la misma, pero, si una se fija bien, cada instante es sutilmente distinto.

Al este, los perfiles redondeados de la Sierra de Guadarrama recortan el horizonte, como las montañas dibujadas por la mano de un niño. Al amanecer, el sol remonta sereno las cumbres e ilumina el imperturbable rostro de La Mujer Muerta. En invierno, sus tímidos rayos arrancan destellos a la nieve que, acumulada en las laderas, envuelve en un blanco sudario su cuerpo de doncella. En verano, el verde oscuro de los pinares que se levantan en su falda solo es alterado por las casas de los pueblos serranos —diminutas en la lontananza— que se agrupan en busca de compañía.

El terreno de las estribaciones de la sierra, desleído entre la bruma, desciende en suaves ondas hacia la campiña segoviana. Aunque hace siglos la zona estuvo cubierta de bosques, ahora la vegetación ralea progresivamente, dando paso a las tierras de cereal que, salpicadas de encinas, se precipitan hasta llegar a mi vera, iluminándose en oleadas sucesivas para darme los buenos días. Con el transcurso de las estaciones, su color muta del ocre al verde, y del verde al dorado amarillo de los trigales maduros.

A tiro de piedra discurre el valle por el que, desde que me colocaron aquí, he visto correr el río. Eterno, pero nunca el mismo. Bordea el pueblo de sur a norte, escoltado por una ringlera de chopos y fresnos, cuyo zigzag esmeralda rompe la monotonía de la Meseta. Su humilde corriente fluye en silencio, transformándose a cada momento. Unas veces se desboca llena de animosidad, engordada por las nieves de la sierra, y desborda los ojos del puente, inundando la ribera. Otras mengua, y su hilillo tembloroso repta con dificultad entre los juncos que, ávidos de vida, brotan en las orillas.

Cerca de mí, en dirección oeste, el terreno se empina de nuevo y los cerros encajonan el valle. Siempre de guardia, cuando el resto del escenario cambia, Las Cabezas permanecen inmutables. A pesar de que mi altura no me permite atisbar tras ellas, gracias a conversar con los pájaros sé que esas colinas milenarias preceden una pequeña meseta cuyo agreste terreno desemboca en un mar de pinos. Me lo contó una pareja de jilgueros que se posó en uno de mis brazos para tomar un respiro en su larga emigración hacia el sur.

A mis pies, rindiéndome pleitesía, las casas del pueblo se desparraman sobre la ladera. Desde las chozas de la primera repoblación, he visto a sus moradores levantar los muros bajos de tapial, fabricar con barro y paja los adobes con los que dar vuelo a las paredes y colocar con esfuerzo las vigas del tejado. También, cómo se deterioraban por el paso del tiempo, tras soportar desafiantes la lluvia y el hielo que quebraba sus tejas. Incluso he visto a alguna derrumbarse con un quejido de sus muros agrietados, para volver a renacer de los escombros gracias a los brazos de nuevas generaciones.

Recuerdo épocas mejores, cuando todas las casas estaban habitadas y llegaban desde los campos, arrastrados por el viento, los sones alegres de los cantos de labor. Cuando los carros cargados de mies transitaban las calles, y los bueyes, tras ser herrados en el potro, introducían sus belfos húmedos en el agua fría de La Fuentona.  Ahora, sin embargo, reina el silencio en las callejas, y pasan semanas sin que se escuche la risa de algún niño jugando en la plaza.

Apostada en mi atalaya, he sido testigo del tránsito de la vida y la muerte. Desde el alborozo de bautizos y bodas hasta los llantos de los entierros. He oído a las campanas, mis compañeras, repicar desaforadas el día de la fiesta del patrón, y también tañer con solemnes quejidos para acompañar a los parroquianos al cementerio. El paisaje humano, al igual que la corriente del río o el curso del sol, se repite en un ciclo interminable que siempre recorre las mismas estaciones de paso, si bien de una manera distinta cada vez.

Aunque me siento vieja, espero que me respeten y pueda quedarme para siempre en este lugar. Que mi metal siga contrayéndose por las heladas, arrostrando vientos y tormentas, y recordando el calor de la fragua en los mediodías de julio. Contemplar cómo un milano recorta el cielo a trasquilones y soñar mientras veo a las estrellas y la luna jugar al escondite con las nubes. Que la flecha que cruza mi pie siga indicando el norte al caminante. Quiero fundirme con este paisaje del que, al fin y al cabo, hace tiempo que soy parte indisoluble.

Porque vistas como las que disfruto cada día están al alcance de pocos. Milenta veces se lo tengo dicho a las cigüeñas.

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