La otra tarde veía en la tele el episodio de una de esas series de sobremesa cuyo argumento transcurre oscilante entre la vigilia y el sueño de la siesta. Ambientada al final de los años 50 del siglo pasado en España, en el episodio en cuestión se celebraba una boda. Los contrayentes la habían pactado justo el día anterior con un capellán. El clérigo, revestido como para una procesión y en pie ante los prometidos, recitaba unos pasajes bíblicos con aire de solemnidad. Inmediatamente después pidió el tradicional «sí» de la pareja, tras lo cual les invitó a proclamar sus votos y procedió a declararlos marido y mujer. Cerró el acto con un «¡Puedes besar a la novia!».
Hasta aquí todo bien, salvo por algunos detalles. Ni a finales de los años 50 ni hoy día es posible asaltar a un sacerdote una tarde para que oficie una boda al día siguiente. Se requieren ciertas comprobaciones, permisos y amonestaciones antes de poder sellar el amor ante un altar. No sé si ahora en alguna parroquia han innovado más de lo debido, pero estoy seguro de que en aquella época los votos tampoco se contemplaban en el rito, y mucho menos autorizar el beso a la novia. ¿Quién puñetas es un cura para permitir o no el reparto de ósculos? Bueno, también puede usted pensar: ¿qué más da si el cura de la tele se equivoca? Es ficción.
Seguramente ocurre que los guionistas de la serie, personas preparadas y especialistas en el mundo audiovisual y probablemente bastante jóvenes (de esto solo hago conjeturas), han recibido una educación laica de calidad, como corresponde a un estado moderno. Tal vez han asistido a numerosas bodas, la mayoría civiles, y visto muchas más en los telefilmes que llegan del otro lado del Atlántico y que han ido contaminando las costumbres de este lado del océano.
Pero sería injusto cargar la responsabilidad sobre los jóvenes; tampoco es que los de mi quinta fuéramos un prodigio de rigor. Nosotros aún tenemos grabadas en la memoria las advertencias de nuestras madres sobre el peligro de poner un pie en el agua hasta tres horas después de comer. Recordamos el suplicio de quemarnos al sol, sin cremas protectoras –que eran desconocidas– hasta recibir el banderazo de salida autorizando el chapuzón. Tampoco añoramos la sed que pasábamos cuando, sudorosos, suplicábamos un vaso de algo frío que nos era negado, mientras nos contaban la historia de cierto rey fulminado por una copa de agua ingerida tras un partido de tenis. Luego supimos que, en realidad, murió de sífilis, pero la deshidratación ya no nos la quitaba nadie.
Muchos ciudadanos circulan con normalidad por sus vidas creyendo que en los juzgados españoles los magistrados usan mallete para llamar al orden o dictar sentencia, que el hombre nunca puso un pie en la Luna o que la Tierra es plana. Y aunque es raro que concurran en una misma persona todas esas creencias, no descarte que sean relativamente numerosos los peatones que se apuntan a todo.
No es de extrañar que los guionistas den por hecho que las bodas son como las presentan, que en casamientos y funerales sea preceptivo el discurso de un allegado o que las cenizas del difunto puedan ser esparcidas a voluntad. El beso a la novia, afortunadamente, no está regulado, pero derramar el contenido de la urna cineraria puede acarrear multas de hasta 750 € por infracciones leves o 60.000 € por infracciones graves si se hace en el mar o en zonas protegidas.
Lo cierto es que, por la ley del mínimo esfuerzo, es más fácil aceptar una narrativa simple que complicarnos la vida pensando e investigando la realidad. Vivimos en una democracia donde el ciudadano medio dice conocer sus derechos con el tono de las series americanas de policías, mientras ignora la Constitución de su propio país. Cuando un relato, ya sea sobre bodas, economía, inmigración o política, encaja con nuestros prejuicios, lo aceptamos sin pedir el recibo. Nos tragamos el guion entero y dejamos a nuestro cerebro descansar.
Si queremos sobrevivir como sociedad libre, toca dudar. Porque si seguimos otorgando alegremente el «sí, quiero» a cualquier cosa sin leer la letra pequeña, nos daremos cuenta demasiado tarde de que esa ceremonia no era una boda: era un funeral.
