Las luces de Navidad ya están instaladas en nuestro municipio. Hay quien ha aprovechado el pasado puente para comenzar a decorar casa o negocio, incluso para hacer las cábalas de cenas y comidas. Es el momento de poner también el árbol, esa preciosa costumbre importada del norte que tanto ha calado en nuestros salones. ¿Recuerdan ir a buscar los ‘pinos’ cuando los traía el ayuntamiento, esas ramas de pino que daban el pego y que explican por qué aquí llamamos ‘pino de Navidad’ a lo que el resto del mundo llama árbol? Poco a poco se pusieron de moda los de plástico que servían de un año para otro y eran mucho más resultones.
Pero cuando se estrena casa y se quiere poner el árbol de Navidad, llega una terrible duda: ¿uno de plástico que dura para siempre? ¿O uno natural para replantarlo cuando pase la fiesta? Si la mente dudosa tiene cierta conciencia medioambiental la cuestión contiene muchos más matices: ¿sobrevivirá el natural a las fiestas con el calor de casa y la tralla de los niños? ¿Se replantará bien? ¿Cuántos cientos de años pasarán hasta que el de plástico deje de existir? ¿Qué es lo más ético-ecológico? Puede que la solución aparezca en la pantalla del móvil o en una boca infantil: ¡Pues lo hacemos con lo que haya por ahí! Y así, gracias a la creatividad que todo lo adapta a la propia circunstancia perdemos el efecto telúrico de un abeto de verdad, pero lo salvamos al tiempo que libramos de unos gramos de plástico al planeta.
Con las cenas y comidas navideñas en familia pasa algo similar: este año hay que plantearlas con creatividad, amor y respeto. Quizá la verdadera muestra de amor sea renunciar a ellas y sustituirlas por un agradable paseo al aire libre junto a los seres queridos. Eso sí, todos bien guarnecidos de abrigo y de mascarilla, porque lo importarte era vernos y hablarnos, ¿no?
