Coca recibe al viajero con ladrillo y pino, como un soldado que ha aprendido a aguantarse el frío sin quejarse. El castillo asoma sus fauces mudéjares y en las juntas de sus torres parece que aún chisporrotea la cal. Aquí nació Teodosio, emperador de un mundo que ya olía a desbandada. Dicen “Cauca” y uno oye el latín como una herradura sobre piedra. El aire trae resina y campanas, y bajo ese aire caminan sombras de otros tiempos que son más educadas que muchos vivos.
Siguen al visitante vacceos aguerridos y caballeros medievales, hierro cansado y capa corta, revisando almenas como quien lee un parte de guerra atrasado. Señalan los fosos, miden distancias, y no preguntan precio: aquí la supervivencia era una ciencia exacta. Les siguen mudéjares con manos de arcilla, orgullosos del dibujo secreto que dejaron en el ladrillo: rombos, lacerías, dientes de sierra que sujetan la luz. Hablan bajo, con ese castellano que aprendieron sin olvidar el árabe, y cada arco es una firma.
Al doblar una esquina se suman mozárabes de barba gris, gente reposada, cristianos de patios morunos, que conocen la paciencia del exilio. Pasean el perímetro de la antigua muralla, señalan huertos, corrales, el trazado que aún conserva la geometría del miedo. No hay nostalgia blandengue; lo que flota es una seriedad antigua, el conocimiento de que todo se gana trabajando y todo se pierde un día.
Al caer la tarde, Coca se queda sola con sus pinos y el viajero deja a sus acompañantes en la puerta del castillo, junto a los berracos íberos, cada cual a su siglo. Teodosio mira hacia Roma; los caballeros, al horizonte; los mudéjares, al barro; los mozárabes, a la frontera. Y uno, que sólo pasaba, entiende que aquí la historia no es un museo: es una calle que aún sabe guardar silencio.
