Manuel Bernardo. Torre de San Esteban. Sin fecha. Con un soneto escrito por Dionisio Ridruejo el año 1943, en Sonetos a la piedra.
Toda en el cielo tu columna pura
para un friso de nubes levantada,
espiga eterna, tu ascensión cuadrada
donde se hace el fervor arquitectura.
En tu tierna esbeltez la piedra dura
por los vientos y estrellas enhebrada,
llevan mis ojos tras de tu lanzada
recta la carne y oro hacia la altura.
Oh pértiga de soles, luz plantada,
sendero de la tierra preferida,
mástil y primavera de mis horas,
del aire y de mis sueños coronada,
por el gallo sin voz, alto y herido
que canta con el hierro tus auroras.

Lisa Vogt. Torre de San Esteban. Aguafuerte. 1956. Mariano Grau escribía por las mismas fechas: “Sobre el conglomerado de techumbres de la ciudad por su vertiente norte, destaca la gallardía de una torre románica de traza soberbia. es la torre de San Esteban, titulada “Reina de las torres bizantinas”. La iglesia, que se alza en la plaza de su nombre, conserva sólo de su primitiva fábrica la torre y el atrio… La torre consta de cinco cuerpos que se alzan sobre un basamento de la misma altura que la nave de la iglesia y con el chapitel de pizarra que la remata alcanza los 53 metros”. A quienes escribían sobre la torre les costaba dejar el adjetivo “bizantino”, acuñado para esta torre cuando la historia del arte empezaba a dar sus primeros pasos y aún no se había creado el término románico para definir el estilo artístico que dominó en la Europa Occidental durante los siglos XI y XII.

Francisco Núñez Losada. Catedral de Segovia. Óleo/lienzo. 1956. Aquel gran paisajista fue director del Curso de Paisaje de Segovia el año 1956, fecha en la que pintó este hermoso lienzo con la parte alta de la Catedral vista desde la plaza de San Esteban, una composición realmente bella, oponiendo a las pobres casas del lado sur de la plaza, la hermosa crestería de la Catedral, las agujas que cabalgan sobre los arbotantes, las cúpulas que rematan el ancho crucero y la elevada torre. Un cuadro para resaltar lo más elevado y bello contraponiéndolo a lo más popular y sencillo.

Casas de la Plaza de San Esteban. Vicente Brandez. Óleo, 1956. Escribí en cierta ocasión que los cursos de paisaje de Segovia a los que acudían los llamados “pensionados del Paular”, fueron importantes para la renovación de la pintura española de la segunda mitad del siglo XX. Ayer mandé una imagen de la plaza de San Esteban pintada por quien fue profesor de los mismos, Francisco Núñez Losada, inmerso en el complejo del parecido, como atestigua su hermoso cuadro. Pintó lo que veía embellecido por los colores y su pincelada. Un alumno asistente al Curso ese mismo año, liberado de tal complejo, pinta las mismas casas del lado sur de la plaza, interpretando, sin someterse ni a las formas ni al color. Y no quiso pintar la crestería de la catedral. Una nueva forma de mirar y de hacer pintura.

Casas de la Plaza de San Esteban. José Manaut Viglietti. O/l. 1966. Este pintor valenciano llegó a la plaza cuando estaba a punto de iniciarse su transformación, que comenzó con el derribo de una de las casas del lado sur, la que lindaba por la derecha con el callejón que conduce a la calle Escuderos. Pero no muestro aquí el cuadro por esa circunstancia sino para enseñar lo que cualquier rincón urbano de la ciudad de Segovia puede inspirar, aquí una pintura que no es fauvista pero con la que el autor se ha querido acercar al fauvismo, usando colores dictados no por la observación sino por la libertad, porque el color de Segovia es blanco o dorado, rojo o rosa, dependiendo de cómo y cuándo se mire.

Torre del Gallo. O/l. Anónimo y sin fecha. En TOCOCOLECCION. Durante muchos años, el airoso campanario fue conocido como Torre del Gallo, por la silueta del animal que remata su veleta. El Adelantado de Segovia (29-VIII-1956) publicó este soneto que José María Fernández Nieto dedicó a “la reina de las torres románicas”:
Sintióse aquí el románico cansado
de ser humilde, sobrio o pensativo
y en San Esteban, recio y subversivo,
gritó su torre y se quedó callado.
El atrio se quedó como asombrado
y su entusiasmo se encendió tan vivo
que al contemplar su campanario altivo
dio a cada capitel gozo historiado.
Se duplicó en columnas su arquería
al contemplar gemelas las ventanas
y en lo demás se sometió obediente.
Y Segovia no sabe todavía
cómo entre tantas torres segovianas
la más humilde levantó la frente.

Faustino Román. Torre de San Esteban. Acuarela. Ca. 1980. Segovia es una ciudad en la que la piedra y la hoja se combinan de forma admirable. Torreagero pintó la torre de San Esteban convertida en lanza entre las lanzas del Eresma, los álamos del río. Faustino Román pintó esta acuarela con la torre de San Esteban alejándose de ella para poderla encuadrar entre los álamos blancos del jardín de Fromkes. Bella estampa una vez más, la conseguida uniendo vegetación y arquitectura. Una nueva reforma había quitado a la torre su tejado de pizarra y lo sustituyó por otro de teja. Podían haber recuperado el chapitel barroco.

Antonio Moragón. Plaza de San Esteban. Dibujo. Para su libro Segovia. Ecos de una tarde, publicado el año 1984, Antonio Moragón hizo este dibujo con el que ilustró un capítulo al que dio el título de Dos capiteles, refiriéndose a dos de los existentes en el atrio de la iglesia sin adorno ninguno. Sus palabras suenan bien: “Esas dos pirámides truncadas, invertidas, encierran el arcano de una fiebre apresada, deshecha en la mente del hombre. Dos pirámides desposeídas de sensibilidades que, cerca de estar al borde de una idea, tienen semejanza al interrogante de un sueño sin aurora”. Pero el dibujo choca con el lector que espera encontrar una imagen de los capiteles lisos y se encuentra con este dibujo, tan descriptivo, que no deja un detalle de esa fachada sur de la plaza que ya conocemos bien.

Torre de San Esteban. Leoncio Martínez Cameno. Acuarela. 1988. El artista, para no verse abrumado por la torre que quería pintar subió a otra, la de la exiglesia de San Quirce, para mirar a la primera de frente. Y mirándola desde allí pudo apreciar el increíble marco de trigales agosteños que la envolvían, confundiendo dorados. Casi como la vio Jesús Fernández Santos cuando escribió en su novela Laberintos, publicada en 1982, unos pocos años antes: “Repentinamente la calle se ensanchó, abriéndose a una gran explanada partida en dos por la uña dorada de un claustro. En su mitad, apuntando a un cielo de tormenta, la torre, con su cima de pizarra y un gran gallo dorado”. En el tiempo que media entre el texto de la novela, 1982, y la acuarela, 1988, el tejado de pizarra ya había sido sustituido por otro de teja sobre el que se mantenía el gallo, dispuesto a “quebrar el albor” desde la altura.
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* Supernumerario de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce
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