El japonés Hirokazu Kore-eda no tiene una extensa filmografía, pero cuenta en ella con películas extraordinarias, como «Nadie sabe» o «Still Walking». Hay ahora que añadirle otra, quizás la mejor, la que presentaba en este 59 Festival de San Sebastián: «Kiseki». Para mí era la máxima aspirante a la Concha de Oro. Había gustado mucho a mucha gente, tiene más miga de lo que a simple vista parece, su tono cómico es una auténtica delicia y el trabajo interpretativo de los niños es sencillamente increíble, un mérito en el que tendrá mucho que ver la exquisita dirección ejercida por Kore-eda, posiblemente muy superior a su trabajo en el guión, aun siendo éste excelente.
Pues bien, el jurado ha optado por despachar esta soberbia película con el premio al mejor guión, pero despreciando la labor de dirección y, lo que es peor, negándole la Concha de Oro que merecía. Me parece increíble, porque ese premio ha sido otorgado a la española «Los pasos dobles», de Isaki Lacuesta, una elucubración fílmica sin mucho sentido, rodada en África, aprovechando los ritos, usos y costumbres de la etnia de los dogón, Malí, bajo la suposición de seguir los pasos de un pintor, François Augièras, lo que, por otra parte, le permite introducir imágenes de Miquel Barceló, algo que tampoco llego a entender.
Tampoco me parece acertado el Premio Especial del Jurado a la francesa «Le Skylab», de Julie Delpy, que gustó en general, pero cuyos méritos son muy inferiores a las de otras películas ignoradas en el palmarés final. Con rasgos autobiográficos de su niñez, Delpy se esfuerza en dar credibilidad al recuerdo de cierta reunión familiar y lo hace con tono simpático, pero quizás caricaturesco en exceso. Resulta entretenida, pero al final queda como una serie de tópicos aplicados a las viejas rencillas familiares y a mirar con nostalgia ese tiempo pasado, que siempre fue mejor.
Casi contra todo pronóstico, la griega «Adikos kosmos» se alza con dos premios, al director Filippos Tsitos y al protagonista Antonis Kafetzopoulos. Lo curioso es que a mí me parece una película estupenda, siguiendo la lacónica línea de Karismaki y reflejando tanto la crisis económica griega como crisis moral de un mundo enfermo, pero se vio rechazada o al menos no muy bien recibida por gran parte de la crítica.
María León recibe la Concha de Plata a la mejor actriz por su memorable trabajo en «La voz dormida», de Benito Zambrano, una película que adapta la novela de Dulce Chacón, haciéndose fuerte en el dramatismo y la emoción que destilan los últimos días de una presa política ejecutada en los primeros años de la Posguerra española.
Para dar cuenta de todos los premios oficiales, hay que reseñar el que premia la fotografía (Ulf Brantas) de la película sueca «Happy end», de Bjorn Runge, un deprimente fresco, de atmósfera fría y gris, en el que se afronta el maltrato a las mujeres. A la película le falta brío y el tratamiento de tan importante tema no acaba de enganchar.
En fin, se va de vacío «No habrá paz para los malvados», un contundente thriller de Enrique Urbizu que había despertado la general simpatía de la crítica, con José Coronado como gran protagonista. Es cierto que esta película luce ciertas virtudes y el habitual buen oficio narrativo del director, incluso podría calificarla de buena película o al menos de muy digna, pero no la valoro tan alto como para hacerla acreedora a algún premio.
Sin embargo, sí me parece magnífica y digna de mayor reconocimiento en este festival la británica «The deep blue sea», de Terence Davies, ambientada en el Londres de 1950. Es una especie de melodrama a la antigua, digno de Douglas Sirk, muy bien llevado, sin que nada chirríe, pese a lo arriesgado del ejercicio. Acompañadas de excelentes diálogos, las imágenes de esta película pueden llegar a cautivar.
