Conoce temprano la muerte Ignacio Carral (1897-1935). Y no solo en sus propias carnes; también en las de su amigo el cadete Antonio Medina, con quien se relacionó cuando este estudiaba en la Academia de Artillería de Segovia. Medina desapareció poco después, en 1921, en Anual, cuando el desastre. Vive también como testigo la muerte de un periodista valenciano acribillado a sangre fría por seis balas de un legionario en la represión de la Revolución de Asturias de 1934. Ignacio Carral escribió un libro sobre el hecho: Por qué mataron a Luis de Sirval (1935), que hoy traemos a esta sección, un relato testimonio de prosa ligera e incisiva, como era la escritura de Carral, que igual escribía 200 páginas que 20 —Juan Bravo en la plaza de las Sirenas (1922)— sin bajar en ningún momento la tensión.
Ignacio Carral fue catedrático de filosofía y novelista. Publicó Las memorias de Pedro Herráez (1926), un alter ego de su amigo del alma Emiliano Barral, pero a mi modo de ver no está a la altura de las anteriores obras. Ni de los artículos publicados en Estampa sobre costumbres, cantos, danzas y fiesta populares y que componen la mayor parte de su libro Folklore de Castilla (1985). Carral era un periodista de raza desde su condición de destacado polemista. Hasta prodigó el periodismo de investigación, disfrazándose de paria y conviviendo durante días con rateros, mendigos, miserables y vagabundos de los suburbios de Madrid. Es conocidísima la portada de Estampa del 21 de enero de 1930, introductoria de su reportaje, de una modernidad apabullante este.
Carral era un periodista de raza desde su condición de destacado polemista
Gozo con la prosa del polemista. He citado antes la dura diatriba que realiza en Juan Bravo en la plaza de las Sirenas, un alegato, un libelo —en el sentido estricto del término—, que no deja títere con cabeza. Incluyendo a un colega de los de entonces de este diario. Y todo a raíz de un suelto publicado el 18 de abril de 1921. El artículo no va firmado, pero Carral intuye la pluma que descarga “lo más florido de su ingenio y de su vocabulario”. El cerco se va cerrando. Y más cuando se constata fehacientemente que no fue el director, que estaba ausente. El último párrafo de la tercera nota —las notas en este folleto tienen tanta sustancia como el texto—, dice:
“Lo que únicamente nos consta —pues perfectamente se refleja en el estilo— es la pequeñez de quien lo escribió”. ¿Sería Pepe, es decir José Rodao, el redactorzuelo de florido ingenio y con pequeñez acreditada? Durante mucho tiempo lo he pensado. Estamos en 1921. En 1926 Ignacio Carral se casa con Adela Rodao, la chica de Rodao, de la que hablaba a Barral desde Italia. No fue su padrino de bodas el padre de la novia, sino Ignacio Zuloaga, íntimo de José, fundador de la Página Literaria del hoy decano. Al año siguiente nace Carmen, el único vástago del matrimonio. Por cierto que El Adelantado de Segovia había acogido en sus páginas, durante la polémica por la instalación de la estatua de Juan Bravo en la plazuela de San Martín —y aunque apoyaba la instalación del monumento, obra de Aniceto Marinas—, una carta de Juan Cáceres en apoyo de los críticos al sabroso pedazo de mantequilla, entre quienes estaban Ignacio Carral, Mariano Quintanilla y Juan de Contreras. Murió extremadamente joven Ignacio Carral. Hubiera dado mucho de sí.
Ficha técnica
‘Por qué mataron a Luis Sirval’
Ignacio Carral
Imprenta Sáenz Hermanos
Madrid, 1935
