En la película 300, el tirano Jerjes amenazaba a Leónidas, el rey espartano, con borrar su memoria de la historia. Se encargaría personalmente de que ningún poeta, bardo, autor de tragedias, astrónomo, o lo que fuera mencionaran su nombre, nacimiento o muerte y menos aún los motivos de esta. El castigo a una resistencia heroica sería el olvido, no la fama.
En plena crisis de la eternidad cristiana hemos vuelto a recursos paganos para que perdure el recuerdo de nuestro paso por la tierra en las generaciones que nos sigan. Si uno, como yo, echa un vistazo al pasado en general, a los largos siglos del pasado de la humanidad, resulta que solo resaltan unos cuantos nombres. Desde luego el de Jesucristo a gran diferencia de los demás; pero sabiendo lo que un amigo hace ya muchísimo tiempo me contó: años setenta, en un taxi, en el Pekín de los últimos años de la China de Mao. Preguntó por una iglesia. El chino no le entendía. Entonces le repitió varias veces en varios idiomas: Jesucristo. Tampoco hubo éxito. Se le grabó aquello: había mucha gente que no había escuchado nunca la palabra Jesucristo.
Pero tras él aparece un pelotón de grandes hombres que han dejado una huella perdurable entre nosotros. Hay filósofos, científicos, artistas, políticos (reyes, césares, consejeros, teóricos), literatos (poetas, autores de teatrales, gentes de la prosa…) y otras gentes diversas. A muchos de ellos los estudiábamos antes y eso facilitaba que se mantuviera ese prestigio siglo a siglo. Se incorporaban unos cuantos cada generación y normalmente se lograba porque los metían en los libros de historia en general o de sus especialidades. La escuela, los institutos y las universidades tenían sus elencos progresivamente más amplios cuanto mayor era el prestigio de la institución. En la escuela aprendíamos quienes eran esas poquísimas docenas de gentes importantes de la historia. Hacía posible que al pronunciar Aristóteles o Cervantes no fuera necesario apostillar que se trataba de “el filósofo” o “el escritor”. Se ampliaban en el instituto al compás de la mejora de nuestra cultura y ocurría lo mismo con Lope de Vega y kant y otro puñado que habían puesto su nombre a varios teoremas y otros más que habían descubierto algo, pensado un asunto, escrito unos libros, ampliar el país, o pintar mejor que los demás. Y se incrementaban decididamente y de manera más especializada durante los estudios universitarios.
Cuando la gente comenzó a confundir el mercado con la sociedad, los mercaderes decidieron ofrecer también posteridad entre sus productos en venta. Los primeros en esto, por lo menos en hacerlo de manera clara y decidida y sin vergüenza alguna, ya se sabe, tenían que ser los estadounidenses. Empezaron por inventarse los “Hall of fame” de cualquier cosa. Una especie de lugares de la fama antes de que existieran los lugares de la memoria. Era una posteridad para homenajear, en vida claro para sacar el máximo rendimiento comercial al asunto, a quien fuera preciso. Lo importante es que consiguen atraer la atención y siempre que se concentra esta te pueden vender lo que sea, o al menos intentarlo. Dicen que se comercializó un anís Ramón y Cajal cuando este obtuvo el premio Nobel… y de entonces hasta ahora. Cada nuevo gladiador vende un producto por lo menos.
Luego se intentó democratizar más el asunto. Últimamente no hay presidente de club de fútbol que no deba meterse en una operación para comprar, vender, soltar o intentar algo con alguna estrella del universo balompédico. Basta con hablar de ella. Ni siquiera es necesario ficharla.
Para los griegos la madre de las musas era Mnemósine: la memoria. Y sus nueve hijas parecían evocar algún rasgo de ella. Ninguna aseguraba del todo la posteridad, aunque todas ayudaban: y la historia solo era una de la familia. Desde la épica a las matemáticas (ya se ve que el big data andaba por allí sin saberlo); de la lírica a la astrología… en fin: las musas se encargaban de hacerle a uno más o menos inmortal en la conciencia de las generaciones venideras.
Los comerciantes de la atención en su empeño en ampliar el escaparate de la fama (en ello les va el negocio) han logrado vender popularidad por prestigio, estar en el candelero por mantenerse en la memoria, ser portada por pasar a la historia. Es la lucha de la inyección de adrenalina contra el esfuerzo honrado de hacer lo que uno piensa que debe a la sociedad y a los suyos. Hay subidones continuos que apagan los anteriores y desaparecen al resplandor del siguiente.
Los medios, empeñados en no tratar nada que sea importante en ningún nivel de la vida, han encontrado una mina en estos asuntos; pero empieza a preocuparme algún indicador. Entre los estudiantes universitarios que no sean de filosofía dudo que alguno pueda repetir el nombre de algún filósofo posterior a 1950. He puesto esa fecha porque probablemente sí recordarán a Pelé, Diestéfano y Maradona, aunque no les interese el fútbol. Me consuela de todas maneras que nadie recuerde el nombre de ningún gladiador, salvo a Espartaco, que pasó a la historia por su intento de rebelar a los esclavos y no por su habilidad en la arena, aunque las series de televisión nos lo presentan ahora de otra manera.
