Este martes 3 de junio, en la Casa de La Lectura, será la presentación del libro “Pregón de combate para jóvenes de espíritu” en la que participará Javier Gómez Darmendrail, exdiputado popular, en conversación con el autor, Raúl Mayoral, que hablará de este su primer ensayo.
—¿Qué autores, corrientes intelectuales o experiencias personales han influido más en la elaboración de este libro?
—El libro es fruto de mis lecturas sobre buenos y nefastos pensadores. Porque también es preciso conocer ideas equivocadas para valorar aún más y mejor las verdaderamente atinadas. Como ávido lector y devorador de libros, he recopilado notas, apuntes, quizás alguna ocurrencia, pero siempre pasada por el tamiz de la conciencia. En suma, expongo reflexiones sencillas, de todos sabidas, pero que, por eso mismo, han sido olvidadas.
—El título de su libro, “Pregón de combate para jóvenes de espíritu”, resulta muy evocador. ¿Cómo entiende usted la palabra “pregón” en este contexto y por qué la escogió para encabezar su obra?
—Pasé mi infancia en zona rural. Por entonces, en los pueblos existía la figura del alguacil pregonero que en nombre del alcalde se encargaba de informar a los vecinos sobre hechos que afectaban al municipio. En recuerdo de aquella figura, el término pregón. Y de las cuatro acepciones que este contiene en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, son las dos primeras a las que me refiero conjuntamente: Promulgación o publicación que se hace de algo de viva voz en los sitios públicos para que llegue a conocimiento de todos, y Discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella. En este caso, la publicación para que llegue a conocimiento de todos o muchos, tiene forma de libro y no es de viva voz, y sin anunciar la celebración de festividad alguna, sí incito a participar. A participar en una batalla, en un combate cultural que ya está librándose por el rearme moral y la defensa de la libertad.
—¿A quién dirige principalmente este pregón? ¿Qué perfil de lector espera impactar, y qué mensaje quisiera que éste se lleve?
—A todos los que se sienten jóvenes de espíritu, pero preferentemente a los jóvenes de edad, que son los más expuestos al zarandeo que este convulso mundo, y su no menos disparatada cultura e irracionales formas de vida, hoy dominantes, están provocando, especialmente, en la juventud. Tenemos cuatro hijos entre 15 y 25 años, y el libro lo escribí pensando en ellos y en su generación. El título original era Pregón de combate para jóvenes. Pero añadí “de espíritu” con lo que ampliaba el número de lectores potenciales y además usaba un término muy propicio, porque bajo la batalla cultural se libra también una batalla espiritual entre el Bien y el Mal, entre la verdad y la mentira, o como decía Unamuno, entre Cristo y Lucifer. Con el libro pretendo, en primer lugar, informar y dar a conocer de manera sencilla y clara el panorama que actualmente nos rodea, no perdiendo de vista ciertos hechos del pasado. Decía Cicerone en De oratore que “ignorar lo ocurrido antes de nacer uno es condenarse a ser siempre niño”. La historia como impagable lección, pero también como referente o anclaje. Mi segundo objetivo es proporcionar datos, argumentos e ideas para que el lector con su propio discernimiento ejercite el debido juicio crítico. Y, por último, pretendo animar a la acción en coherencia con los principios y convicciones propios de la civilización occidental, que es, no se olvide, de raíz cristiana.
—En varias ocasiones alude a una “batalla cultural” en la sociedad contemporánea. ¿Cómo definiría usted esa batalla y cuáles son, a su juicio, sus principales frentes o desafíos?
—La batalla cultural es anterior al debate político. Si la idea es previa a la acción, la batalla de las ideas es previa a la contienda política, a la acción gubernamental. Si no se libra y se gana la batalla cultural, no se obtendrán luego triunfos políticos. Manuel Moré, intelectual católico francés, perteneciente al Movimiento Esprit de Emmanuelle Mounier, decía: “Si los cristianos se extenúan en el campo político con fatigas inútiles es porque no comprenden bien en qué plano se desarrolla la tragedia contemporánea”. Y ¿cuál es ese plano? nos preguntamos. Pues la educación, la escuela. Otro pensador francés Jacques Julliard, escribió un libro titulado Se acabó la escuela, en el que critica duramente a los pedagogos de izquierda, a quienes responsabiliza del declive de la escuela francesa. Y en él se contiene una frase contundente: “Debemos convencernos de que el principal combate político, el que decidirá la forma de sociedad del mañana, no se tendrá en las elecciones. La lucha contra todas las formas de barbarie se desarrollará, en primer lugar, en la escuela, pues ella es hoy el principal lugar de combate en defensa de la civilización”. Una vez más, se diferencia el ámbito cultural del ámbito político.
—Critica en el libro la uniformidad cultural que, según afirma, promueven iniciativas como la Agenda 2030. ¿Qué riesgos entraña esa homogeneización para la libertad individual y para el pluralismo social?
—La Agenda 2030 es una nueva embestida, otra más, de la UNESCO para conformar una nueva cosmovisión opuesta a la cristiana con una gobernanza mundial, una ciudadanía mundial, una religión global y una cultura uniforme. La uniformidad cultural trae consigo algo tan nefasto como es el pensamiento único. Todo ello pretende lograrse a través de la ingeniería social, el control digital y la manipulación informativa. En todo este tinglado, el lenguaje desempeña un papel clave. Quien controla el lenguaje controla la realidad. Stalin decía que de todos los monopolios de los que controla el Estado el crucial es el monopolio sobre la definición de las palabras. Por eso decía el dictador que para el comunismo el arma esencial es el diccionario. Y el control del lenguaje desemboca en la corrección política, el verdadero caballo de Troya, reflejado en la portada de mi libro y que persigue acallar la verdad y cancelar la libertad. Suelo decir que el primer caso de corrección política lo protagoniza el apóstol Simón Pedro, que antes de que cantara el gallo negó tres veces a un Maestro galileo. Prefirió permanecer acompañado en la mentira que estar solo en la verdad.
—¿Cuál debería ser, en su opinión, el papel de la religión en una sociedad plural y democrática? ¿Cómo compatibilizar el ejercicio de la fe con el respeto a la laicidad del Estado?
—Le brindo un titular: Iglesia libre en sociedad libre y bajo un Estado auténticamente democrático. Eso es lo que debería ser. Que el hecho histórico y público del cristianismo esté presente en la vida civil no es sino una reconfortante garantía de libertad y concordia para las actuales sociedades. La natural influencia de las religiones en lo temporal no es un fenómeno negativo. Lo verdaderamente nocivo son los modos de esa influencia y el efecto devastador que, en ocasiones, se genera. Le pongo un ejemplo de la propia historia reciente: En Irán, el ayatola Jomeini encabezó la revolución de 1979 e impuso una teocracia monoteísta y fundamentalista de corte islámico. Por aquellos mismos años, el Papa Juan Pablo II contribuía al hundimiento del socialismo real y a la promoción de la democracia en media Europa. Por otro lado, es perfectamente compatible la práctica de la fe y de la creencia con la laicidad o aconfesionalidad del Estado. La sana laicidad de un Estado es diferente al laicismo que, bajo máscara de neutralidad, se opone, cuando no persigue, a la práctica de la religión. El laicismo conlleva algo de totalitario ya que vulnera la libertad religiosa.

—Hace un llamamiento a los católicos para que “salgan de las sacristías” y participen activamente en la vida pública. ¿Cómo se traduce ese compromiso en el día a día de los creyentes concretos?
—Fruto del laicismo, se impone hoy en las sociedades democráticas una tendencia disfrazada de modernidad que lleva a juzgar el hecho religioso como una manifestación íntima de la persona, proponiendo su desalojo de la esfera pública. El resultado es la marginación de grupos sociales que comienzan a generar conciencia de minoría sin serlo numéricamente. Es el caso de los católicos que cuando pretendemos exponer nuestras ideas y propuestas se nos tacha de oscurantistas o fundamentalistas. Nosotros, como católicos, pero también como ciudadanos, debemos comprometernos a participar y dialogar. Pero también desmontar las grandes mentiras del laicismo: Que la Iglesia católica no tiene encaje en la sociedad democrática. Que los católicos somos enemigos de la democracia. Que la fe católica es incompatible con los derechos humanos. Que Dios debe estar ausente de la vida pública. Y a la vez que desmontamos los grilletes de la mentira, vamos liberando a la verdad: La democracia necesita para legitimarse de una sólida base moral. El pensamiento cristiano ha perfeccionado históricamente el ideal democrático. Ninguna otra religión como el cristianismo ha promovido la democracia, la separación Iglesia-Estado y la tolerancia. La prueba es que apenas existen democracias en naciones que no hayan vivido bajo una prolongada influencia de la cultura cristiana. La Iglesia ha contribuido a la defensa y garantía de los derechos humanos fomentando la dignidad y la libertad de la persona. Y Dios tiene plena cabida en las actuales sociedades democráticas. Los católicos no estamos dispuestos a dejarnos excluir de la democracia, ni mucho menos a ser considerados como ciudadanos de segunda.
—Emplea expresiones como “religión al revés” y “mercancía de contrabando”. ¿A qué se refiere exactamente con esos conceptos y qué peligros o malentendidos encierran?
—Ambas expresiones definen en gran parte el contenido del libro. Llamo religiones al revés a las religiones sustitutorias, a los sucedáneos de religión con las que los enemigos de la religión católica han pretendido expulsar a ésta de la vida pública para ocupar su lugar y ejercer su influencia. La masonería es una religión al revés, el comunismo y el nazismo pretendieron erigirse en religiones al revés. Hoy emergen nuevos paganismos: el animalismo, el culto a la naturaleza o el mito del cambio climático que no son sino intentos de crear un nuevo culto y una nueva divinidad: la diosa Tierra.
Mercancías de contrabando son estupideces que hace unos años nos provocarían risa, pero hoy circulan a nuestro alrededor con cierta seriedad siendo adquiridas por muchos cándidos e ignorantes: El hombre es machista, y si además es blanco, también es racista. La mujer engendra vida, pero en sus primeros estadios, lo engendrado es algo humanizado, no humano; por ello, la interrupción del proceso del nasciturus es un derecho de la mujer. Los padres no deben torturar a sus hijos dando órdenes. Los niños, adolescentes y jóvenes desean con impaciencia protagonizar sus roles de género, no de sexo. El cuerpo no existe, es la consciencia la que determina la forma corporal deseada. Los profesores no pueden humillar a los alumnos imponiendo aprendizajes y, mucho menos, calificaciones discriminatorias en contra de una sociedad igualitaria. Los empresarios y banqueros son individuos codiciosos. Occidente debe pedir perdón por su imperialismo capitalista. Pura mercancía de contrabando.
—Desde su publicación, ¿qué tipo de recepción ha tenido el libro entre sus lectores y en los medios? ¿Ha suscitado algún debate o crítica que le haya sorprendido?
—Si me ciño a las opiniones que me han hecho llegar algunos lectores, el libro ha tenido una buena acogida. Alguno muy entusiasta llega a proponerlo como libro de texto en los colegios. Pero lo que más me ha sorprendido, y confieso que gratamente, es leer en la prensa durante estos días que algunos dirigentes del Partido Popular con motivo de su inminente Congreso nacional se planteen la necesidad de librar la batalla de las ideas y de lograr un rearme moral. He tenido que leerlo varias veces porque no daba crédito.
—Para cerrar la entrevista, ¿qué frase o idea breve y contundente quisiera que los lectores retengan tras haber leído su “pregón de combate”?
—Que la batalla cultural debemos librarla con alegría y buen humor.
