¡La que has liado con el regalo! me dice ‘Vivi’ García Velasco. Pero Victoria, mujer, yo sólo te regalé una hogaza de pan—contesto—. Y ella a sus 86 años, sonríe divertida.
Y es que hace algunos días, nos encontrábamos para tomar un caldo y charlar de la intrahistoria de San Rafael, de su padre, el panadero Avelino, y de aquellos obradores segovianos iluminados con bombillas de 125 vatios.
Quise llevar una hogaza de corteza crujiente, de miga cocida y esponjosa que rememorase su tiempo de tahona castellana de aquellas que impregnaban el aire con olor a bollo y atizaban sus hornos con el alma de la jara.
Siempre he pensado que el mejor regalo está en la sencillez. Tal vez por eso sigo aquella máxima que dice que el regalo está en el ánimo de quien lo hace y en la gratitud de quien lo recibe y no en el valor de lo que entrega. Y cumplo con una hogaza de pan. En no pocas ocasiones es lo que llevo cuando me invitan a una casa; en otras acudo a alimentos que guardan el mismo simbolismo que tiene en pan: aceite, sal, vino… Bien. El alma también se aviva con las cosas sencillas.
Victoria, sube una foto de la hogaza a las redes sociales y… ¡oh! la magia que dormita entre los recuerdos se despierta llenándose de comentarios, de sentimientos y emociones, de sensaciones que recuerdan a la tahona del pueblo calentada por el horno, al olor a humo, al madrugón de panadero, a manos blancas enharinadas, a masa fermentándose y tapada por una sábana blanca, a agua de pozo y levadura, a leña para atizar el fuego, al calor y al olor del pan artesano recién hecho que impregna nuestro recuerdo de infancia; al pedazo de chusco caliente que nos daba nuestra madre. Al crujir de la corteza horneada, a aguaderas y a alforja. Al hollín quemado del tocón de la jara que quedaba impregnado en la corteza de pan y que las manos de Avelino, su padre, limpiaba con la tela de un saco de arpillera para dar lustre al producto.
Y Victoria ríe cuando recuerda pedalear a toda velocidad por la carretera de Segovia en el incansable vaivén de su bicicleta desde el apeadero del tren de San Rafael, gritando, al ver bajar a los inspectores de abastos: “¡Qué vienen a denunciar! ¡Vienen a denunciar!”. Y todos corrían a esconder entre las gavillas el excedente de pan para evitar males mayores. El hambre no entiende leyes. Era la época del estraperlo alimenticio, de una sociedad con el marchamo de las cartillas de racionamiento y la penuria macerada en la generosidad de la lista interminable de productos fiados apuntada en un libro de tapas negras.
El aspecto del pan de otrora tal vez se parezca mucho al pan actual, pero estoy convencido de que en aquella sociedad su sabor era distinto; sabía mejor, más bueno, porque la miseria era el ingrediente secreto que sobrevolaba aquella postguerra mejorando el sentido del gusto. Ya se sabe que “a buen hambre no hay pan duro”. Y es que el pan—el nuestro de cada día— es símbolo de alimento espiritual y fecundidad en las principales religiones. Y tal vez por eso era el premio terrenal que alegraba el estómago y el alma. Sea como fuere, es un regalo que yo sigo ofreciendo para que hoy Vivi, mi amiga, continúe sonriendo con sus recuerdos de niñez mientas que los camparte conmigo. Eran tiempos de tahona de pueblo, de pan, estraperlo y miseria.
