Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, en la Europa libre -a excepción de algunos los países meridionales-la soberanía nacional ejercía libremente su derecho al voto dando unas veces la mayoría a los partidos conservadores y otras veces a los socialdemócratas. Este orden internacional lo hemos conocido hasta bien entrado el siglo XXI en el que la Gran Recesión está cambiando el panorama económico, social y político en Europa.
El auge de los partidos nacionalistas y populistas en Europa ha hecho que la democracia liberal como la hemos conocido entre en crisis. Crisis en su primera acepción de la RAE: “Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados” y como todos los procesos, ese cambio aún no ha cristalizado en un orden nuevo, si es que fuéramos hacia un orden: lo viejo no muere y lo nuevo no acaba de nacer.
Sobre este tema el Instituto per gli studi di política internazionale (ISPI) ha publicado un interesante trabajo bajo el título The end of a world, the decline of the liberal order editado por Alessandro Colombo y por Paolo Magri. El profesor de Ciencia Política Damiano Palano nos ilustra en uno de sus capítulos sobre la “recesión democrática” y la crisis del liberalismo que estamos viviendo. Como ven, no solo la economía vive de recesiones.
Y efectivamente, lo une a las consecuencias de la crisis financiera y a los síntomas de alguna forma de sistema post-democrático que se estaría gestando. Las nuevas formaciones políticas que se están formando en Europa y en otros países occidentales ponen en cuestión el orden establecido y como consecuencia una cierta “desconsolidación” del liberalismo.
Estos nuevos actores políticos (en países como Brasil, E.E.U.U., Italia, Polonia y Hungría) están poniendo el foco en políticas identitarias, confrontando a la “gente” con las élites, así como reforzando las fronteras contra los flujos migratorios —que desnaturalizarían su identidad nacional— como prioridades fundamentales. Estas “turbulencias”, ya no tan singulares, confirman que van a quedarse entre nosotros durante al menos unos años, produciéndose cada vez más una brecha entre democracia y liberalismo.
Por tanto, vivimos a escala mundial una clara tendencia hacia una “recesión democrática”: si el profesor Huntington nos hablaba de la Tercera Ola democratizadora, en la que estaríamos integrados los meridionales europeos, parece ser que nos dirigimos a una calma chica en la que esa democratización se estaría “deteriorando”.
Este deterioro sería más patente en los “estados depredadores”, aquellos que después de salir de una larga dictadura, han utilizado las instituciones democráticas para limitar la libertad y la redistribución de la riqueza, como ha ocurrido en algunas ex repúblicas soviéticas y cuyo caso más paradigmático son las políticas del zar Vladimir Putin.
Limitando las libertades también en países occidentales miembros de la Unión Europea donde sus gobiernos han limitado la libertad de expresión y la independencia del poder judicial en beneficio del interés y las tradiciones nacionales. Es lo que los analistas llaman las “democracias iliberales” de Hungría y Polonia y que junto a países como Austria, Francia, Alemania, Italia, y Holanda se intuye un frente populista “contra-revolucionario” conservador (porque en el resto de Europa el populismo es de ese signo).
Pero es que como ya ha podido usted comprobar, sagaz lector, esto no ocurre únicamente en “desiertos lejanos”: limitando la redistribución de la riqueza, no nos olvidemos en España de las “élites extractivas”, que nos recordó en 2012 César Molinas, como sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio de un grupo de interés particular, muy generalmente, los partidos políticos.
Este auge populista habría subido a los altares de la alta política a través de las fake news o en román paladino, manipulaciones y mentiras, de las redes sociales que habrían utilizado como palanca la crisis financiera y la dimensión identitaria cultural.
Y es que se están viendo algunas similitudes con democracias que han colapsado: el rechazo a las reglas de juego que nos hemos dado, la deslegitimación de las instituciones, la tolerancia, si no el uso, de la violencia, y la restricción de las libertades a los oponentes. Y es que según el australiano Institute for Economics and Peace en su último Índice de terrorismo global se está produciendo en Occidente un incremento del terrorismo de extrema derecha al mismo tiempo que la proliferación de partidos iliberales. Como ven, los principios y valores de nuestra democracia como el diálogo, la generosidad democrática (entendida como altura de miras) y la lealtad constitucional están cada vez menos presentes.
Parece que hay cierto hartazgo de una parte de la sociedad hacia el multiculturalismo, la protección al medio ambiente, las políticas de género, la inmigración (descontrolada o no), la desatención a las tradiciones —y falta de oportunidades— de la gente del campo, la desconsideración a la práctica de la religión (generalmente cristiana), las nuevas familias y la igualdad de derechos de los homosexuales que llevan a esa parte de la sociedad hacia unos valores “post-materialistas”.
Esta puesta en duda de una serie de políticas absorbidas desde hace muchos años por derecha e izquierda, hace que la “desconsolidación” de las democracias liberales consista inicialmente en la pérdida de legitimidad de los regímenes democráticos.
Son precisamente los más jóvenes, los que no han conocido las limitaciones de regímenes autoritarios o totalitarios, los que más dispuestos están —mientras no les quiten el wifi— a experimentar alternativas a restricción de derechos. De hecho el director de una importante empresa demoscópica, me decía hace poco que ha detectado en las series que hacen desde hace años, un menor compromiso en los jóvenes hacia los valores democráticos. Existiría por tanto cierto anhelo al periodo anterior a la primera guerra mundial en el que Occidente vivía en un “liberalismo sin democracia”.
Los intentos de limitar la libertad en cualquier de sus formas —especialmente la libertad de expresión y la articulación de la sociedad civil— nos llevan a definir los nuevos populismos como “democracias iliberales” que ponen en cuestión el orden internacional establecido después de la II Guerra Mundial y al que los nacional-populismos consideran caduco.
Pero parece que el posible colapso de nuestros regímenes democráticos no está tan cerca —los cimientos no están puestos en cuestión, de momento— y pese a los numerosos embates que el sistema está recibiendo —atentados yihadistas o de extrema derecha, inmigración, desigualdades causadas por la crisis, dificultades en la gobernación…— hablamos de una crisis dentro de la democracia y no una crisis de la democracia. En los próximos años podremos saber —recordando al profesor Huntington— qué tal nos hemos defendido de esta primera ola iliberal.
