El pasado día 9 de este mes de noviembre se ha conmemorado el 30 aniversario de la “caída” del tristemente famoso muro de Berlín, que durante penosos años dividió a los habitantes de la ciudad. Y este aniversario me hace recordar mi visita, en octubre del lejano 1974, cuando se vivía la separación en su máximo momento.
Seis periodistas españoles, invitados por la Oficina Alemana de Turismo en Madrid, tuvimos aquella ocasión, y tras un vuelo hasta el aeropuerto de Frankfurt, en él tomamos otro pequeño avión de hélice para continuar hasta el antiguo y pequeño berlinés de Tempelhof, un aeropuerto que parecía de juguete. Fue construido por orden de Hitler entre 1936 y 1941 y su historia es muy relevante. Cuando en 1948 Moscú decidió el bloqueo del Berlín Occidental, el entonces presidente de EE.UU., Truman, mandó iniciar un “puente aéreo” sobre la ciudad sitiada, que duró hasta mayo de 1949. De esta forma llegaban los suministros que precisaban los alemanes occidentales, es decir, del Berlín libre. Y allí aterrizamos nosotros. En mis reportajes publicados en este diario a la vuelta, decía que Tempelhof “está rodeado de edificios, es pequeño, casi en el centro de la ciudad. Unos tanques, testigos mudos al borde de las pistas, llevan involuntariamente el recuerdo de los años de la contienda”. Y en efecto, los habitantes de los edificios que rodeaban el aeropuerto contemplaban desde sus ventanas el diario entrar y salir de pequeños aviones.
Desde aquí nos fuimos a ver el muro. Los guías llevaban a los visitantes a un determinado lugar en el que se había levantado un pequeño mirador de madera, “elevado un par de metros sobre el muro y a corta distancia de él. Desde este punto se contempla una amplia vista. El muro está separado de las primeras edificaciones por una explanada enorme, con algunas zonas verdes, sin que falten las alambradas con pilotes de hormigón. Está construido con bovedillas y rematado por un tubo de grueso diámetro para impedir el salto porque resulta imposible abrazar el grueso tubo de fibrocemento.” La anécdota la protagonizó uno de mis compañeros. Yo me acerqué para tocar el muro y en ese momento me dio él un grito que “me dejó helado” pensando que era uno de los “vopos” que vigilaban metralleta en mano. Temblé inocentemente un buen rato.
Después fuimos a realizar una vigilada visita al Berlín Este. Las agencias cobraban unas 440 pesetas –alrededor de 2,64 euros de hoy- por el viaje. Salía el autobús desde la famosa y prolongada avenida Kurfürstendamm; había que declarar los marcos alemanes que llevabas y no se podía portar periódicos ni hacer fotografías en la frontera, en la que estuvimos unos 15 minutos mientras una gruesa señora policía comprobaba los pasaportes, mirando descaradamente la fotografía y nuestro rostro. Llovía ligeramente. Cuatro horas estuvimos en el Berlín Este, la mayor parte de ellas en el autobús: vimos un cementerio de soldados; un gran hotel, el Stadt Berlín, lleno de turistas; escasos coches y gentes por las calles, mujeres policías y conductoras de tranvías, grandes bloques de viviendas uniformes, todas con solo ventanas, sin balcón alguno. La mayor parte de los monumentos berlineses quedaron en esta zona occidental, tales como la puerta de Brandemburgo, la torre de la televisión con 365 metros de altura, numerosas estatuas, la Ópera Nacional y varios importantes museos, de los que por poco tiempo pudimos visitar el impresionante de Pérgamo.
Cuatro horas después, repito, volvíamos a la frontera donde comprobaron minuciosamente los pasaportes para ver que éramos los mismos que entramos. Y enseguida, en el Berlín libre, las brillantes avenidas, las torres bien iluminadas…otro mundo.
Atrás quedaba el muro que en sus 28 años de existencia trataron de cruzar unas 100.000 personas, de las que lo consiguieron unas 5.000 y otras 327 murieron en el intento.
