Creo que entre los barrios segovianos situados fuera de las murallas, sin olvidar los méritos que tienen los demás en distintos aspectos, uno de los de mayor singularidad, por sus particularidades, sus ancestrales costumbres y su bella plazuela principal, es el de San Lorenzo. Famoso otrora por sus huertas, paulatinamente desaparecidas, siempre ha sido distinguido como un barrio singular. Ya en 1908, en su guía “Segovia”, Eugenio Colorado y Laca decía a un supuesto visitante: “Despídete de estas casas, cuya ancianidad nos la dice el grande movimiento de las líneas de su construcción, tan grande, que ya parece más bien, que sintiendo aquéllas próximas ruina se abrazan torpemente unas a otras, para sostenerse en la última contradanza”.
Años después escribe José Antonio Ruiz Hernando: “El arrabal de San Lorenzo es como una pequeña aldea enclavada en las márgenes del Eresma, la torre de cuya iglesia preside el humilde caserío, de ladrillo y entramado, rodeado de huertas y molinos”. Y a su vez, Santiago Alcolea apuntaba en 1958: “En el arrabal de su nombre, típico y de mucho carácter, se levanta la hermosa iglesia de San Lorenzo, enmarcada por la interesante arquitectura popular de las casas de su irregular plazuela”.
Los vecinos del barrio han sabido comprender estas circunstancias y, poco a poco, se han ido afanando en cuidar sus edificios, muy particularmente los de su plaza, que hoy presentan, gracias a las restauraciones a que han sido sometidos —las últimas muy recientes— un especial atractivo que contribuye a que el conjunto del caserío sea realmente notable, junto a la artística iglesia de original torre. Los revocos de las fachadas, tratando de resaltar en ellas sus primitivos estilos constructivos, contribuye a mantener una arquitectura popular y muy característica de la ciudad, que se ha perdido en la mayoría de los barrios, salvo excepciones meritorias.
Por vínculos familiares he estado muy cercano a este barrio desde muchos años atrás, e incluso recuerdo haber tenido a mi cargo el pregón de las fiestas, allá en el lejano año 1978, que pronuncié desde el balcón de uno de los primeros edificios rehabilitados en la plaza. Familiares míos mantuvieron durante varias décadas un comercio en una de las casitas típicas de dicha plaza, ya hoy también plenamente restaurada, y uno de mis parientes que le rigió en la última etapa, Luis Sancho Cantalejo, fue durante toda su vida un auténtico animador y defensor de las barriada, hasta el punto de que el vecindario, a su fallecimiento, solicitó del Ayuntamiento el nombre de una calle para él, a lo que se accedió de inmediato, dado que también Luis había sido concejal.
No puede extrañar, pues, que haya seguido muy de cerca, siempre, las vicisitudes de la barriada, donde también he tenido, y tengo, amigos, y en ella he compartido reuniones culturales. De ahí que ahora, al contemplar los buenos resultados que la reciente rehabilitación de fachadas está dando, me permita resaltar estas actividades, que vienen a completar los trabajos que se realizaron hace años sobre las casitas de menor tamaño que rodean la magnífica iglesia románica, objeto ésta de detenidos trabajos por parte de investigadores y expertos, buenos estudiosos de las especiales características del templo y muy especialmente de su torre de ladrillo, que sobresale esbelta sobre el caserío. Además, la estructura urbana del arrabal apenas se ha modificado, e incluso se conservan algunas de sus huertas, así como restos de molinos junto a las aguas del río, otrora lugar de baño cuando aún “no se habían inventado” las piscinas.
La popularidad del barrio bien queda significada y demostrada en las varias veces al año que en él se organizan actividades festivas, a las que suelen acudir cientos de personas del resto de la ciudad, animados por el ambiente de buena acogida que se encuentra entre sus gentes, a las que, por cierto, aprovecho a animar a que sigan trabajando en favor del barrio, aunque estos trabajos supongan, como es natural, sacrificios y hasta renuncias personales. Y máxime en los momentos tan delicados que estamos viviendo en los que los organizadores de actos no tienen otro remedio que conformarse con pensar en proyectos del futuro.
