En el Museo de Segovia se está contemplando desde hace unas semanas la exposición Las bulas de Cuéllar. Imprenta y devoción en Castilla a la que hice referencia en un artículo reciente. Entonces me refería a dos lienzos y su significado teológico. Ahora quisiera abordar lo que se refiere a las indulgencias, expresadas en las bulas. El hombre de fe parte con ventaja para entender su sentido, mientras el que no posee este don ha de ponerse en el lugar del que sí lo tiene.
Para entrar en este “terreno minado” hay que tener en cuenta el modo de ser occidental teocéntrico que ha pervivido hasta hace algunas generaciones, en el que la vida tras la muerte era primordial. Además hay que recordar que la Iglesia es también una sociedad presente en este mundo con las necesidades materiales a las que debe hacer frente para cumplir con su misión a favor del hombre. Y por último, invitaría a aceptar algo inevitable en toda empresa humana, que son los posibles abusos que le acompañan.
Veamos la enseñanza de la Iglesia sobre las indulgencias. El Catecismo de la Iglesia Católica promulgado por san Juan Pablo II en 1992 trata de las indulgencias en el artículo dedicado al sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación por su relación con los efectos de este sacramento, y lo hace en los números 1471 a 1479. Resumamos brevemente su contenido que ayudará a hablar con propiedad sobre este tema.
Y lo primero que hace este catecismo mayor es recoger el concepto que en 1967 nos facilitó san Pablo VI: “La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos” (Const. ap. Indulgentiarum doctrina, normas 1).
Luego, enseña que la indulgencia es plenaria o parcial según libere de esa pena temporal, totalmente o no. Se puede beneficiar de ello uno mismo, o el difunto que se elija.
Conviene precisar que el pecado, por su propia naturaleza, conlleva la necesidad de una purificación que libera de la pena temporal, y que se puede conseguir en esta vida sobrellevando los sufrimientos que le acompañan y practicando obras de misericordia, o en la otra en el purgartorio.
En este empeño, el cristiano se beneficia por la Comunión de los Santos de los méritos de Jesucristo, la Virgen María, los santos, de las ánimas benditas del purgartorio, y de los hermanos en la fe que todavía viven en este mundo.
La Iglesia concede la indulgencia por voluntad de Dios acudiendo a ese patrimonio o tesoro de los méritos mencionados. Se puede ver en ello, no sólo esa estrecha unión entre los bautizados a la que he aludido, sino también su condición materna en favor de sus hijos.
Entre los muchos que se pronunciaron contra los errores y mala praxis entorno a las indulgencias, destaca la figura del cardenal Jiménez de Cisneros que consiguió que, durante el pontificado de León X, no se predicara la bula para la construcción de la basílica de san Pedro. Por ser una cuestión de estudio en la teología de entonces, no siempre los predicadores recordaron la necesidad de la confesión sacramental para obtener indulgencias a favor de los difuntos, pareciendo entonces como cosa automática la salida del purgatorio al dar la limosna, como se atribuía, probablemente con injusticia, al dominico Juan Tetzel que recorrió los territorios de Alberto de Hohenzollern, arzobispo de Maguncia, observando la instrucción dada por este prelado.
Si hay un personaje que aparezca como totalmente opuesto a las indulgencias ese es Martín Lutero. El hecho de las 95 tesis de Lutero de 1517 es un lugar común, pero poco conocido. No está probado que el reformador las imprimiera y las fijara en las puertas de la iglesia del castillo ducal de Wittenberg promoviendo una disputa pública al uso universitario. Aunque los predicadores de indulgencias se atuvieran a la doctrina ortodoxa de la Iglesia, no podían ganar el favor de Lutero porque en su pensamiento no eran eficaces para la salvación las obras externas que conllevan las indulgencias como ayunos, limosnas, mortificaciones o peregrinaciones. Sólo valdría la penitencia interior y la confianza en Jesucristo.
Quizás también se produjera con la predicación de las indulgencias la impresión de que con la bula uno se aseguraba la salvación eterna. Pero junto a estos errores o malentendidos, no hay que olvidar los efectos positivos de las indulgencias: se acrecentaba el conocimiento del depósito revelado, se incrementaban las confesiones sacramentales, las prácticas penitenciales y las obras de caridad. También se posibilitó la construcción y restauración de monasterios y catedrales, el remedio de enfermedades y miseria con hospitales, leproserías, hospicios y asilos. Asimismo la redención de cautivos, e infraestructuras como calzadas y puentes. No olvidemos que desprenderse de bienes económicos no es fácil, y por lo tanto, meritorio.
Espero que el creyente se anime a ganar indulgencias, y que al lector le sea ahora más provechoso ver todo lo que hay detrás de esa valiosa documentación expuesta en las vitrinas de la mencionada exposición.
