En una democracia, se entiende que la Ley debe considerarse siempre la manifestación expresa de la voluntad popular. Nada ni nadie puede permanecer por encima de una norma con rango de Ley, Decretos Legislativos y Decretos Leyes incluidos, salvo que su articulado vulnere los principios contenidos en el texto constitucional vigente, que en este caso actúa como límite del poder legislativo del Estado y cuya competencia para entender si una disposición se adecua o no a la Constitución, viene atribuida exclusivamente al Tribunal Constitucional, en la forma en que aparece regulada en el artículo 161 de nuestra carta magna.
En estos cuarenta y seis años de vigencia de la Constitución de 1978, no han sido pocas las ocasiones en las que el Tribunal Constitucional, en el ejercicio legítimo de sus competencias, ha declarado contrarias a la misma un buen puñado de leyes, sin que nadie haya dudado hasta ahora de la independencia con la que este órgano revisor ha venido actuando. En una de ellas y por vulnerar el principio de seguridad jurídica contenido en el artículo 9.3 de la carta magna, vino a corregir la costumbre que hace años era seguida por el Parlamento, que aprovechaba la aprobación de las leyes de presupuestos generales del Estado de cada ejercicio, para incluir en su articulado tropecientas mil modificaciones legislativas de cualquier materia que poco o nada tenían que ver entre sí y mucho menos con la ley presupuestaria, con lo cual este esencial principio general del derecho brillaba por su ausencia. Sin embargo, aquel pronunciamiento constitucional sólo fue aplicado por el legislador en la forma, porque en el fondo siguió actuando de la misma manera, sacándose de la manga la que vinieron a llamar como ley de acompañamiento, que aunque con tramitación legislativa diferenciada de la de presupuestos, servía a los mismos fines.
Si ya resulta de dudosa constitucionalidad esta reiterada práctica legislativa, de mezclar en una misma ley churras con merinas, cuando ello se hace además utilizando la vía del Decreto-Ley, la duda se ve incrementada, porque esta última disposición legislativa no deja de tener además carácter provisional y de constituir un procedimiento excepcional reservado a supuestos de extraordinaria y urgente necesidad (Artículo 86 CE). Urgencia esta, que no se entiende pueda darse en una norma que es promulgada de año en año. En cualquier caso, esto ya no puede sorprender a nadie porque hace tiempo que el actual Gobierno viene utilizando el Decreto-Ley como la estrategia preferente de su política legislativa, forzando una vez más, la Constitución al convertir en ordinario lo que aquella trata como recurso excepcional.
A esta forma de actuación responde el polémico Decreto-Ley conocido popularmente como el Ómnibus, noticia destacada en estos días. Otro cajón de sastre normativo más en el que aparecían trajes de todos los colores y de todas las tallas, y que ha sido rechazado por el Congreso, no porque este rayando en la falta de seguridad jurídica, sino por el juego oportunista de una formación política que tiene cogida por salvase la parte a quien nos gobierna.
Sin entrar en el contenido de esta última disposición, que con toda seguridad será sustituida por otra similar. Hay una cuestión esencial que no puede ser pasada por alto desde una observación objetiva de los hechos. Cuando un Gobierno se sustenta en una coalición de formaciones y agrupaciones políticas diversas, es su obligación principal obtener el consenso de todas y cada una de ellas y si esto no lo consigue, lo que no puede hacer es derivar su fracaso y echar la culpa de ello a los partidos de la oposición, que es evidente que no tienen responsabilidad alguna de las decisiones del Gobierno. En ese caso dispone de dos opciones, bien reconocer la limitación que tiene para poner en práctica sus decisiones políticas y actuar en consecuencia, adaptándose a las mismas y sin descartar incluso la convocatoria de elecciones; o bien, intentar negociar con la oposición, con el pretexto y bajo el paraguas siempre muy socorrido del interés general, que se entiende pueda contener aquella ley que pretende que sea aprobada. Pero asumiendo, que cuando alguien negocia, sea en el ámbito que sea, la iniciativa debe corresponder siempre al que más interés tenga en llegar a un acuerdo, para lo que deberá estar dispuesto a negociar, descontando que alguna concesión deberá ofrecer a cambio, porque ésta es la norma general en toda negociación: tú me das y yo te doy. Lo contrario no puede llamarse nunca negociación y sí imposición. Por desgracia, no están los tiempos para negociar con los de enfrente, porque nadie se baja ya de sus posturas, cada vez más radicalizadas y los que lo hacen, aparte de no estar enfrente sino al lado, exigen un precio desorbitado que seguramente tengamos que pagársele entre todos. Demasiadas facturas a nuestro nombre estamos ya soportando.