A veces me sorprendo de la facilidad con que todo se olvida. Pasan los líderes y los amigos, los amores y la felicidad; los malos tragos largos que amargan la existencia y los cortos que la vuelven interesante. Metidos en una vorágine reduccionista, donde el uno representa al todo, el presente pasa ante mí como un fantasma en la mañana, demasiado tenue para ser percibido y demasiado inconsistente para poder ser tenido en cuenta. Borramos el ayer con tanta facilidad que las muestras dejadas en el hoy para no parecer estúpidos viven en la soledad con que la ignorancia recalcitrante y cainita todo lo nubla. Ciegos al docto pasado, transitamos por una vía estrecha a tanta velocidad que no somos capaces de discernir cuál será la próxima estación y poco que nos importa.
Sin ir más lejos, el pasado viernes subí a un tren en la estación de Guiomar para llegar a un andén perdido entre las obras de Clara Campoamor. Arrastrando un maletón lleno de recuerdos ignorados, tomé un viejo tren de cercanías para alcanzar el túnel medio iluminado en la parada de Almudena Grandes. Metido en un rojo tren italiano que se entretiene por vías españolas me deslicé hasta la estación malagueña de María Zambrano donde salté a otro viejo tren abarrotado de turistas, paisanos y choros, que diría Ricardo Darín, para cruzar una estación próxima dedicada a Victoria Kent. En apenas cinco horas, había viajado desde los poemas que escribiera Antonio Machado a la sombra del Guadarrama que acaricia este Paraíso hasta el discurso que Victoria Kent regalara a mis vecinos pasados en febrero de 1936, cuando la república entraba en el tiempo de descuento sin saberlo, sorteando la lucha incansable de Clarita Campoamor porque el feminismo tuviera cabida en una sociedad repleta de capillas, escapularios, espadones y fatuos terratenientes acomodados y la literatura de Almudena Grandes tan suavemente desgarrada, como esa voz de seda sucia y ronca que solía gastar. De las guerras perdidas y olvidadas de Almudena había saltado a la razón poética que da sentido a mi existir en el recuerdo de María Zambrano y su señor padre impartiendo docencia en el instituto central de Segovia para pasar como un barco en la noche por la estación que algún malagueño tuvo a bien dedicar a la incomprensiblemente perdida Victoria Kent.
Y todo aquello, queridos lectores, pasó frente a mis ojos sin que pudiera compartir nada, ni hacer ver la grandeza de una sociedad que puede pintar su presente en pasado femenino, ni mostrar semejante trascendencia capaz de adornar la cotidianeidad sin que a nadie le importe lo que tarda en cocerse un espárrago, que solía decir Octavio Augusto cuando se enfurruñaba.
Con la mirada perdida en el recuerdo de toda aquella grandeza negada en su presente y cotidianamente olvidada en el mío, sentí que esto de escribir debería tener una finalidad temporal, que no casuística. Apoyado en un banco improvisado de un apeadero absorbido por la brisa de un mar que todo lo eclipsa, sentí con triste convicción llegado el momento de guardar la pluma por un tiempo, dejando que el olvido entregue al postrer reconocimiento un esfuerzo agotador que sólo a unos pocos parece reconfortar.
Cronista como cientos, siento que la vida se escapa entre las líneas de lo escrito, los nombres recuperados, los espacios restañados y la memoria de aquel ayer puesta en casi cuatrocientos artículos en torno a este Real Sitio y a su vecindad segoviana, corazón de una España desarraigada y, sobre todo, desentendida de sus hijas, de todos los vástagos perdidos, que sólo algunos nietos han sido capaces de restañar desde esa herida incurable, esa cicatriz lamentable que ha terminado por cubrir la balsa de piedra que con tanto amor odiara mi añorado José Saramago. Perdido como los personajes que Almudena Grandes agarrara del pescuezo para que siguieran sus dictados en ese caos paginado o encerrado en un verso existencial escrito por María Zambrano a la sombra del acueducto con la Malagueta en el recuerdo, entiendo que he de seguir el camino de todo Cronista. Ensombrecido por el trabajo inagotable, necesario y prescindible, del mismo modo que aquellos poemillas que Machado dedicara a Pilar Valderrama sacados de una mesita con tapa de mármol granadino en el Casino de la calle de Juan Bravo, las líneas pasadas llegadas a un punto y aparte atormentarán mi descanso, esperando volver a ser pergeñadas en un aluvión incesante de historietas segovianas comprometidas con un futuro nada halagüeño del presuntuoso academicismo inoperante.
Sentado en el farallón de un puerto mediterráneo, con el sol a la espalda y el oriente eterno en la mirada, las gráciles olas de un futuro esperanzador entiendo que habrán de volver a navegar por las páginas de estos artículos, llevando, eso sí, mucho de aquel pasado con el que nadie debería sentirse cómodo, que ninguno habría de soslayar entre las patrañas impuestas por el acostumbrado mentir sobre falacia y la desidia de combatir por la verdad.
Ese mañana escrito que me espera, amigos que leéis estas líneas, volverá sin duda a recordar que el pasado no se olvida, ni se asume, sino que debe formar parte de un presente veraz, crítico y honesto que permita de una vez por todas sacudirse la inmensa miseria en la que hozamos cual puercos en cenagal, como bien recordaba aquella histriónica señora de Bureba a los pobres infantes de Lara, cuya peña campa en mi memoria a la espera de poder sentir, una vez más, que olvidar es la excusa de los débiles y acomodados, de aquellos que nunca se preguntan por el mañana, puesto que, no me cabe la menor duda, nada esperan de ello, perdidos como están en un pasado mentiroso y vocinglero poblado de fantasmas enmudecidos, enardecidos por un grito sordo que nos haga por fin despertar.
