El papá enciende otra vez la vela de los tres años que se alza sobre la tarta. Antes de que la niña infle los carrillos el primo de al lado sopla y apaga. La cumpleañera se vuelve hacia él. Como si estuviera a punto de decirle “Hoy me toca a mí soplar”. Pero ya el resto de primos, tíos, papá y mamá, están aplaudiendo y entonando el cumpleaños feliz. La niña ríe satisfecha, como si no le mereciera la pena entrar en discusiones en ese momento. Además, el papá prende la llama varias veces y varias veces todos los primos soplan, apagan. La del cumpleaños también.
Lo he visto. He visto el gesto de duda: ¿reprochar, disfrutar de la fiesta sin rencor? Solo era una niña de tres años. Yo estaba allí, con mi cámara. Me ha dado tiempo a disparar y recoger el instante. Ha compensado asistir a la fiesta. Mi goce estriba en la contemplación. Eso es: soy un contemplativo.
Don Santiago se sube a la moto Gucci. Para ello se ha arremangado la sotana y con ello ha perdido toda la apariencia reverencial de un sacerdote, aunque no lleve casco y se le reconozca perfectamente. Si exceptuamos este momento don Santiago es un hombre que vive allí, en su altura, debajo del sombrero de teja, detrás de una buena barriga, al que hay que besar la mano pecosa, reseca y regordeta cada vez que uno se le enfrenta. Ni su actividad sacerdotal, ni su altura ni su barriga. Mucho menos que me besen la mano. Sí emplazarse y ver pasar el mundo, contemplar cómo gira por delante de los ojos, gozar del espectáculo de la vida que se brinda alrededor, apenas sin mover los pies o en torno a un paseo lento.
Yo no quería imitar al señor Pablo que subía descalzo los sacos de trigo al sobrado a modo de premio tras una larga labranza. Rehuía la experiencia del señor Tomás que se pasaba las horas del día sacando basura, echando de comer a los bichos. Me apartaba de Linos, que andaba los días en el laberinto del pinar tirando de azuela o vertiendo la resina de los potes en la cuba del carretillo. La ventaja de que mi padre no tuviera tierras, no tuviera naves de ganado, no tuviera pinares, no tuviera más que el sueldo de cada mes, me proporcionaba el placer de dedicarme a la contemplación.
A medida que fui creciendo repicaba en mi espadaña el estribillo de mi madre: estudia, estudia. De mi parte tampoco habría estudiado. Pero cuando di el salto de repetir sílabas maquinalmente a enterarme de la que ponía allí (mi mamá me mima), quedé prendado de la sabiduría y, con distintas y variadas intensidades, no he dejado de perseguirla como un enamorado más.
No sé qué clase de poeta soy. No termino de encontrar el cauce por el que discurra su expresión. Tanteo con las palabras, con las fotografías, con las cuerdas de la guitarra. Algunas veces, momentos, me siento muy cerca del éxtasis. La mayoría remo en medio de un mar de intentos, en un océano de confusión donde la autoestima, dependiendo del nivel de cada día, me invita a seguir o a dejarlo.
Por este planeta de contrastes he transitado yo. La lotería que yo pretendía que me tocara estribaba en una mujer para mí solo, una casa y coche. Me tocó. Ya sé que no solo de pan vive el hombre. Algunas veces he tenido que arreglar una persiana, me ha dado el lumbago, el coche se ha parado. Trabajé de maestro, algunos me regalaron su amistad y de la novia hicimos una mamá. Tras cuarenta años de matrimonio puedo decir que he conseguido todo lo que me propuse. Mi vida está completa.
Sí, queremos más: Morirnos sin sufrir, que ella sea la primera, para llorarla como se merece, y que la niña alcance un puesto de trabajo que le permita desenvolverse. Casi imposibles.
Llegado a esta cumbre, vuelvo la vista atrás. Si la ciática deja salir algo más que resuellos de animal, tengo una gran sonrisa por dentro que se llama Gracias. A pesar de tantas circunstancias adversas por las que pasa la Humanidad yo he tenido suerte, Dios me habrá tocado con sus dones, o he pasado inadvertido hasta ahora para las desgracias sin número que llueven sobre el terreno cada día.
También reconozco que me nació rencor. Pero se me olvida. Me dolió la indiferencia. No me doblegó. La envidia no se incluye en mi lote: como mucho los modelos, empezando por Don Santiago, guían mis aspiraciones a sabiendas o ignorándome.
Ya va siendo hora de apartarme. Sin prisa. Con toda la pausa que la casualidad quiera. Sí: daros las gracias me parece poco. No pienso daros más. Por resumir, por terminar, os diría, os digo: el camino ha sido bonito. Ojalá que os vaya bonito a vosotros también.
