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Ocho de enero, esperando a Godín

por Sergio Plaza Cerezo
12 de enero de 2023
en Tribuna
SERGIO PLAZA CEREZO
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Sin pagar, ni pedir perdón

En la plaza principal de La Lastrilla, Segovia, hay un buen restaurante llamado 2JJ, regentado por los hermanos Gómez, donde sirven un menú del día sabroso en comedor espacioso y animado, autónomo de la zona de barra. Un cartel sugiere que compartir mesa con tu gente de toda la vida es la mejor red social; y, me pongo triste. Desde el “boca a oreja” previo, el urbanita de antaño conoce esta casa de comidas en diciembre, dentro de su huida a la no-ciudad, allá donde termina el asfalto y comienza el barro, según dijera Tita Merello en su interpretación cinematográfica de “Filomena Marturano”. La especialidad, publicitada en tarjeta de visita, es el arroz con bogavante, que no he probado; pero, sí puedo afirmar que la paella está muy conseguida. En realidad, no soy muy paellero, pues prefiero otros dos platos afines: arroz negro con gambones; y arroz a banda. El restaurante Kikuyu, ubicado en Salesas hasta su cierre, ofrecía una versión excepcional del primer manjar. Por lo que respecta al segundo, destacaba sobremanera Saint James, también situado en Madrid, donde, en términos generales, estos platos levantinos son talón de Aquiles gastronómico.
En la antesala de las Navidades, hacia el quince de diciembre, más o menos, escuché una frase original, pronunciada por un anciano en mesa aledaña de 2JJ: “si hubiera un mando –de televisión, se entiende-, me ponía ya en el ocho de enero; las Navidades son para los niños”. Me apunto, pensé para mis adentros. Cuando era pequeño, tenía la percepción de que mi cumpleaños, a inicios de diciembre, estaba alejado de estas fiestas; pero, ahora, el último día de septiembre ya había turrones y panetones en los supermercados de Segovia. Toda la parafernalia de luces —y demás— también se planta en torno al acueducto antes de tiempo.

El día 25 de diciembre no deja de ser convención, fijada por un papa antiquísimo para alzar puente de unión entre cristianismo ascendente y festividades romanas previas. La importancia primigenia de dicha fecha tiene como telón de fondo los ritos paganos de los celtas, con sus monumentos megalíticos, en torno al solsticio de invierno. La cuestión no es baladí: gatas y gatos entran en celo justo en ese momento, porque atisban que los días comienzan a ser más largos. Si hablamos de pontífices, el finado Joseph Ratzinger, teólogo de altura, nos otorgó un titular inquietante, que le engrandece, en visita a Auschwitz: “¿dónde estaba Dios?”. De forma paradójica, los obituarios no han recordado este momento.

En un cuento de terror de H.P. Lovecraft, el personaje disfruta con sus paseos nocturnos por el casco histórico de Hartford, Nueva Inglaterra. Y solo acepta compartir dicho hábito con su amiga por una razón: ambos detestaban las conversaciones banales. Ya saben, eso de si hace frío, hace calor y toda esa vaina. En mi caso, tampoco lo soporto. ¿Seguimos hablando del tiempo? Si me cuentan que la temperatura es de cero grados, respondo como el gallego del chiste: “¡ay qué bien, ni frío ni calor!”.

Hay pocas frases más banales y clónicas que “Feliz Año Nuevo”, deseo que, sincero o hipócrita, no deja de ser gratuito; y, por ello, se multiplica en boca de terceros. Desde mi circunstancia, marcada por la desgracia familiar, me pone enfermo este lugar común. ¿Por qué el pasado no puede ser más relevante que el futuro? Hubo quienes, pueriles y embarcados en la tontera, hace un año, me incitaban a ser feliz por el simple hecho de encontrarnos en Navidad. En mi calidad de disidente, solo pido el respeto por el derecho a la no-felicidad. En Segovia, cualquier conocido mínimo te quiere parar para cotillear durante los cinco minutos de rigor; pero, nadie te invitará a tomar un café en su casa. En realidad, prefiero que sea así, pues me siento identificado con el personaje literario de “El extranjero”, icono del existencialismo. Un tipo siempre risueño —rasgo habitual del engaño en muchos psicópatas— le sugirió a mi madre “pasar página” al enterarse de la muerte de mi hermano. ¡Vaya sensibilidad para dar el pésame! No se imaginan tampoco las veces que me ha tocado escuchar el consabido “la vida sigue”. También me topé, hasta el hartazgo, con piadosos que te hablan de cielito lindo.

En estas andaba, mientras tomaba café en una mesa. Un anciano con sombrero entra al local; y pronuncia “Ave María”. Me sorprende su gesto; y le comento que dicha salutación, propia de hace siglos, se mantiene en el castellano de uso diario en Colombia. El hijo del señor se acerca, con rostro iluminado, para preguntarme: “¿es usted feliz?”. Surrealista. Tierra trágame, pensé.

En el seno de la España fatalista, el sentido de la trascendencia es patrimonio de Andalucía, cuna de los mejores poetas. Me aterra la rudeza de la que fuera llamada Castilla la Vieja, tierra rústica que lo fue de guerreros y campesinos “pobres de solemnidad” —el término más repetido en los antiguos libros parroquiales de defunciones correspondientes a la diócesis de Segovia—. El lado más oscuro de la región nos lo transmite Antonio Machado, sevillano, en “La tierra de Alvargonzález”. Las viudas segovianas del Antiguo Régimen solían contraer segundas nupcias, apenas unos meses después de adquirir dicho estado civil. Las razones materiales primaban. En legajo correspondiente a un expediente matrimonial, descubrí cómo una antepasada de Collado Hermoso —siglo XVII— fue matriarca doble, pues desciendo tanto de su prole del primer matrimonio como del segundo. Resulta tan complicado llegar a nacer. No se imaginan cuántas personas tuvieron que enviudar en siglos pasados para que cualquiera de ustedes pueda estar leyendo este artículo. Todos somos cisnes negros, herederos del azar.

Me encontraba en un comercio del centro de Segovia; y la dependienta, con cuarenta y pocos años de edad, informa a dos clientas sobre el fallecimiento de su madre a edad no demasiado longeva. Ambas mujeres, con frialdad, inquieren sobre si el proceso conducente al deceso ha sido rápido; y quedan satisfechas ante respuesta afirmativa. “Parece que no; pero…”, expresa la doliente, cual avergonzada de su pena. ¿Por qué debe parecer que no? Parece que sí, afirmo; es que sí. Cuán increíble tanta insensibilidad por metro cuadrado en aquel habitáculo, respecto a la tragedia de la muerte del ser querido. Las palabras agrias de cierta mujer cualificada, al habla con su comadre, también me asustaron en otro momento: “enferman, y se enfadan; se mueren, y se enfadan”. En mi circunstancia particular, alguien rudo trató de consolarme: “por lo menos, tienes trabajo”, el “homo economicus” dixit.

La desesperanza no consiste en estar desesperado, escribió Albert Camus. Así, yo no he renunciado a los dulces navideños, mi adicción, lo único que me interesa de la fiesta del solsticio. El mejor polvorón de España corresponde a la marca Felipe II; y no viene de Estepa, emporio mantequero bien conocido. Se hace en Vitoria; y cada pieza está numerada con etiqueta colorada en papelillo circular. Ausente en mi Madrid, este manjar se distribuye a raudales en Segovia. Rareza y ventaja peculiar de esta ciudad mínima, casi pueblo.

En “Esperando a Godot”, Estragón dice: “¿verdad que siempre encontramos algo que nos procura la impresión de existir, Didi?” Por ejemplo, el goce de un mantecado. Hace bastantes años, presencié una representación de esta obra, difícil, “aburrida”, carente de acción; pero con diálogos magistrales, que escarban en el sentido absurdo de la vida. Su autor, Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura, irlandés, escribía tanto en inglés como en francés. La lectura del libro procura aprovechamiento incluso mayor que la asistencia al espectáculo escénico. Y, en esas estuve durante estos días pasados.

Desde el vacío existencial, los dos protagonistas esperan a Godot. En cierto momento, un personaje secundario se refiere a “Godot, Godet, Godín o como se llame”. Serendipia: llevo unos días más triste, sin ver a mi amigo Godín, un gatito noble, hermoso, con apenas ocho meses de edad. Blanco, de ojos celestes, rabo naranja y trazos parejos en su carita inocente. Le he visto crecer, jornada a jornada, robusto, sano, libre, tímido. A raíz de ver que no comía, mi madre y yo intentamos agarrar al felino; pero, no se dejó. Maldito “match point”. Segovia es mi purgatorio, palimpsesto para el sufrimiento.

Anhelante de señal, vía lectura automática, abro el primer tomo de “En busca del tiempo perdido”, de Proust; y dirijo mis ojos, de forma aleatoria, al inicio de un párrafo cualquiera. Una madre le dice al hijo: “este gorrión, este tontito, va a volver a su mamá tan boba como él, si seguimos así”. Goda, la mamá de Godín, a quien también conocí cuando era una beba, ya no está entre nosotros; pero su madre adoptiva, Prima, que le amamantó, sí. ¿Qué será, será?

No pido la esperanza; solo la posibilidad, aunque sea una entre mil. Yo seguiré esperando a Godín.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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