Se acerca el momento final de la temporada para muchos equipos que apoyaron la idea de salir a competir. Unos lo llamaron coherencia, otros valentía, osadía, locura… o resignación por tener que dar ese paso ante el destrozo económico (más aún) que podría suponer para el futuro de sus respectivos, y en la mayoría, humildes proyectos.
Desde el primer día manifesté mi máximo respeto y comprensión hacia los clubes que cerraron sus puertas este maldito curso. Iniciar un camino, del que nadie conocía dirección ni duración concreta, por más estimaciones que se atrevieran a plantear los más valientes, y entender que no les llevaba a ningún lado, es motivo suficiente para empatizar con esa decisión.
¿Ha merecido la pena? Sinceramente, creo que es algo tan personal como la iniciativa que tomó cada club para empezar o parar. Han sido (y siguen siendo) muchos meses con un desgaste, especialmente en el plano mental, ni por asomo comparable a nada de lo que he vivido a lo largo de mi carrera.
Mi reconocimiento a los cientos de anónimos que lo han hecho posible, haciendo de la renuncia y sacrificio constante su ‘modus operandi’. No han buscado el aplauso, ni situarse bajo ningún foco, es más, su invisibilidad mediática se ha tan hecho patente, que la mayoría ni se ha enterado que existen.
En unas semanas, todo habrá terminado. Ojalá nadie ajeno a esos grupos, que desde verano aprovecharon cualquier espacio para comenzar a engrasar su maquinaria, desfasada y oxidada por el tiempo de encierro, se crea en el derecho de juzgar los objetivos conseguidos por cada uno. Simplemente, no es el momento, no toca, y quizá pueda sorprendernos que algún equipo considere su lugar en la clasificación, mantenerse o descender, un objetivo secundario. Hay cosas más importantes a las que dar más valor. Respeten y no juzguen.
