“En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”. Qué ardor ponía yo en la voz de tiple. En el ensayo. Porque, reunidos como sardinas los alumnos de los colegios en la sillería del coro de la catedral, mi preocupación era ver y que me vieran las chicas guapas de mi pueblo. Vaya cura habría sido.
Con Don Antonio Palenzuela Velázquez, en cuya toma de posesión cantamos, yo creí que teníamos obispo para los restos. Seguro que Don Daniel Llorente de Federico se había ido al cielo con su voz angelical y su “moque” en vez de “de modo que”. El alma. Su delgada esqueletura le habría permitido volar con ella sin desprenderse de los ropajes episcopales. Don Antonio, bajito, rechoncho, parecía más apegado a la tierra, si no a la realidad; con amplia sonrisa disipaba todas las confabulaciones que le crecían alrededor: progre, moderno, reformador. Su discurso lento dejaba pensar entre frase y frase. Una, a modo de ejemplo: “En España, cada cincuenta años, damos un giro de 180 grados.” Me temo lo peor.
Luego me despisté de la sucesión de obispos. Pero asistí, por mor de la fotografía, a una reunión de procesionistas en Cuéllar. El obispo Don Ángel Rubio nos recordó que la Semana Santa conmemora la Muerte y la Resurrección de Cristo, las procesiones expresiones de fe. No tuve más remedio que pedir la palabra y felicitarle. Porque en un aparte uno de los asistentes soltó: “Este lo que quiere es que le metamos a la gente en las iglesias.” O sea: el asunto frente al espectáculo.
Total: que viene un nuevo obispo y me dan ganas de ir a la catedral a recibirlo, a cantarle aquellas palabras musicadas por mi querido Don José del Moral, a hacerle algunas fotos y a ponerle en prevengan.
De hacerse el gracioso nada. Ser amable y acariciar a los niños con una sonrisa está muy bien, pero eso no le distingue de los políticos en campaña electoral. Eso de llevarse a la gente de calle, que tanto se valora entre la feligresía, puede ser un don de Dios, nunca una estrategia comercial. Fue El Espíritu Santo, no San Pedro, el que convirtió a miles tras su primer discurso.
A ver cómo se dice a la gente que usa, sea la razón, sea el raciocinio, que Él es el camino, la Verdad y la Vida. Jope: ¿y los demás? O cómo, a los pocos que velan el cadáver de un ser querido, que la mayoría está de charleta a la puerta, les dices que la muerte es el paso a la vida eterna si en dos mil años no ha vuelto ninguno, Uno, como mucho.
Aunque practico la literatura, discrepo de la predicación y no tengo autoridad para dar consejos. Pero aprendí desde pequeño que la mejor catequesis es el ejemplo. Añado yo: y dejarse de rollos. Hasta los canónigos no se tienen ya que examinar de oratoria, con lo bien que disertaba Don Bienvenido. Si acaso, con el paso de los años, cobra para mí cada vez más mi interés la liturgia, música incluida.
Empezamos los cristianos, no solo los heterodoxos y algo protestantes como yo, a recibir una puntita del martirio que coronó a los de antaño: curillas, meapilas, medio jesuitas, catolicorros, frailunos, beatongos. Quizás nos afeen la doblez. Pues que se acabe la impostura. No volveremos a los manteos y tejas de don Lucas, don Aderito o don Bernardino paseando por El Salón, entre soldados de reemplazo, criadas y chiquillería varia. Pero algo tendrá el agua cuando la bendicen. Puede que sean las palabras de vida eterna. En cualquier caso, es mucho mejor para la salud del alma, no digamos del cuerpo, abrazar la fe original, más que una religión, decía don Ángel González Galindo, que andarse con fotocopias que empiezan con la envidia, siguen con la mentira y acaban en el asesinato.
Me he hecho viejo mientras se sucedían los obispos. Vuelvo al surco humillado, casi ofendido. No tengo derecho a pedirle al obispo nuevo que sea valiente y corra el riesgo de ponerse a los pies de los caballos, si no a la boca de los leones. Sí me fastidia que él, la iglesia en general, pueda caer en las trampas de la publicidad, del márquetin, y termine intentando vender la moto. Tenemos repertorio de sobra (“Paz a los hombres de buenas voluntad”, “Mi reino no es de este mundo”, “No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.”) Tampoco estoy por revocar el Concilio Vaticano II (ay, si se leyera más a Benedicto XVI), pero un poquito de gallardía. Aunque no sea tanta como mi favorito, Santo Tomás Moro, aunque sea con tanta humildad como mi admirado San Juan María Vianney. Sí: somos cristianos. Se debería notar en una cosa, según enseñó Aquel. O, por lo menos, como decía Julián Marías, hacer lo que podamos.
Bienvenido, monseñor. Creo que, más o menos como siempre, lo tiene crudo.
