Una semana después del terremoto que asoló Haití, cientos de miles de ciudadanos siguen en las calles, durmiendo y defecando en campamentos improvisados, dejados de la mano de Dios, el Gobierno y la ONU.
Muchos solo han tenido derecho a un plato de arroz en una semana. «Somos todos cristianos, no somos animales. ¿No es inhumano que me veas así, vestido con la ropa que llevaba el día del terremoto? Un plato de arroz con un trozo de pollo es todo lo que me han dado, y hace ya dos días», se lamenta Juin Williams, de 28 años, padre de una niña de uno.
Williams es uno de los invasores de los jardines de la Primature, la sede del primer ministro que fue literalmente tomada por miles de personas que aquel día salieron de casa con lo puesto. Casi todos aquí son de clase media o acomodada, que se vieron sin nada de la noche a la mañana.
No hay en Puerto Príncipe jardín, plaza o patio que no se haya convertido en refugio para los vecinos que se quedaron sin casa, y que se calculan en un millón y medio en un país de nueve millones de habitantes.
Los primeros días, las calles de la capital olían a muerto; ahora huelen a basura no recogida, a gasolina mal quemada, a fogatas y a polvo suspendido en el aire de las toneladas de escombros removidas en busca de vida o cadáveres.
Algunos supervivientes siguen apareciendo, gracias a bolsas de aire creadas entre las ruinas, pero la mayor parte de las veces los rescatistas se encuentran con cuerpos endurecidos y hediondos, que son trasladados en humildes carretillas hasta alguna fosa común donde ya descansan 75.000 almas.
Muchos jóvenes observan expectantes el desescombro de bancos o supermercados para hacerse con dinero, tarjetas de teléfono o productos de consumo en cada hueco que abren las excavadoras, y a veces la Policía tiene que intervenir para proteger lo último que queda de valor entre las ruinas.
Los saqueos no han sido tan abundantes como han mostrado algunos medios: el centro de la ciudad ha sido durante varias tardes una especie de parque temático donde fotógrafos retrataban a primera hora de la tarde a jóvenes descamisados disputándose con palos una camiseta o un paraguas, pero la resignación ha sido la tónica en la mayor parte de la urbe.
«No ha habido saqueos generalizados ni bandas de jóvenes atacando y controlando la ciudad, como algunos medios han difundido de forma irresponsable», se lamentaba el jefe interino de la misión para Naciones Unidas en Haití, Edmond Mulet, nombrado al morir en el seísmo el titular, Hedi Annabi.
En el país más pobre de América las desgracias suelen golpear a los más desfavorecidos, pero este terremoto fue más democrático al sepultar a pobres y ricos, diplomáticos y parados, hoteles de lujo y viviendas de barro. «La realidad del desastre es algo inimaginable, es como un bombardeo de una semana entera sobre la población civil. Hasta los perros dejaron de ladrar durante tres días», declaró el primer ministro, Jean Max Bellerive, para ilustrar la conmoción que supuso el seísmo.
Siete días después, los perros han vuelto a las calles mugrientas de Puerto Príncipe. Junto a ellos, miles de personas deambulan por las aceras sin rumbo fijo, en busca de un trozo de algo que llevarse a la boca. Pero la ayuda todavía no se distribuye con eficacia.
