No hace mucho, en una película titulada Jay Kelly –no se la pierda–, protagonizada por George Clooney y Adam Sandler, escuchaba de boca del primero una frase que llamó mi atención: «No sois para él lo que él es para vosotros». Esta frase debería estar escrita en letras grandes detrás del atril desde el que Pedro Sánchez dirige sus habituales homilías al rebaño que cree pastorear.
El afecto, la lealtad o la importancia que le otorgáis, creedme, no son recíprocos. Nunca lo han sido. Basta con repasar su historial para comprobarlo. Ante el Senado dijo no recordar a Antxón Alonso, con el que nunca estuvo en ningún caserío. Tras verse en una fotografía con Aldama aseguró no reconocerle. De Ábalos, compañero inseparable durante años, llegó a decir que era «un gran desconocido en lo personal». De Cerdán afirmó no conocerle y reconoció que «no debí confiar». Negó trato con Koldo, negó encargos a Leire Díez y, respecto a Paco Salazar, se excusó con un «no sabía nada de sus comportamientos», rematado con una consigna moral de manual respecto a las lecciones que da el feminismo.
El patrón es siempre el mismo: un rosario de desconocidos que, hasta minutos antes de saltar a los titulares, eran colaboradores estrechos, pilares del proyecto, impulsores decisivos de su regreso del destierro político. Personas imprescindibles… hasta que dejan de serlo. Y la lista crece cada día.
Decidme: ¿tan ciegos estáis? ¿Qué interés, qué pasión, qué odio o qué miedo os impide soltar ese lastre tras el que os hundís? Juguetes rotos… ¡No sois para él lo que él es para vosotros!
Con todo, conviene no engañarse. El problema no es el líder que niega conocer a los suyos; el problema es la organización que acepta ser negada. Como diría alguna de las actuales sostenedoras del personaje, que cualquier día engrosará el listado de desconocidos, esto no va de Sánchez. Va de una forma de hacer política basada en el culto al número uno. Va de adhesión emocional y de indolencia moral. Va de partidos que han dejado de ser instituciones para convertirse en maquinarias de poder personal.
No falla solo el cabecilla. No basta con un cambio de líder. Fallan las direcciones que miran a otro lado, los militantes que justifican lo injustificable y los votantes que prefieren «que no gobiernen los otros» a exigir decencia a los suyos.
Las democracias funcionan cuando el espacio del centro, el que ocupan ampliamente la socialdemocracia y el conservadurismo moderado, está vivo, vertebra la política y marca límites. Cuando queda vacante, entran los populismos, prosperan los radicales y la política degenera en un absurdo juego de adhesiones ciegas e intereses particulares que solo conduce al enfrentamiento estéril y ponen a prueba las instituciones.
Y, sin embargo, algo parece empezar a cambiar tímidamente. Comienzan a oírse voces que ya no aplauden por inercia ni miran al suelo con disimulo. Algunos recuerdan que su partido no nació para sostener a un líder, sino para servir a una idea y a un país.
Insisten en recuperar del olvido la idea de que el socialismo democrático español solo tiene sentido si es constitucionalista, si cree en la igualdad de los ciudadanos ante la ley y si entiende España como un proyecto común, no como un mosaico de tribus al que alimentar a base de privilegios, agravios comparativos y cesiones permanentes. Urge que esa semilla germine y prospere.
Una democracia sana no se sostiene sobre devociones, sino sobre alternativas reales. Necesita opciones diferentes que compitan sin anularse, que se alternen sin demonizarse y que entiendan el poder como un encargo temporal, no como un patrimonio personal.
España necesita grandes partidos, constitucionales y reconocibles. No para gustarse a sí mismos, sino para disputarse el gobierno con reglas compartidas y ofrecer opciones atractivas a una ciudadanía que, mayoritariamente, no pide épica, sino estabilidad, prosperidad y futuro.
Después, cuando se convoquen las elecciones –que va haciendo falta–, cada uno votará a quien mejor le parezca, sin odiar a quien meta en la urna una papeleta distinta. Yo tengo claro mi voto y, llegado el momento, haré campaña. Pero me gustaría hacerla contra un rival digno. ¿Y usted?
