Llama la atención la actualidad del pensamiento político de Ortega y Gasset. Sorprende que su descripción de los problemas de España se parezca tanto a la que podría hacerse de los que tenemos ahora, cien años después. En 1931, mientras se discutía y elaboraba la constitución de la república, se lamentó tristemente de la deriva radical de quienes protagonizaban el proceso. “No es esto, no es esto” es la expresión que en un célebre artículo de septiembre de ese año atribuía a los españoles con sentido común y que habían apoyado la instauración de un nuevo sistema político que dejara atrás la monarquía retardataria. Esa decepción de la que se hacía eco Ortega tiene una lamentable correspondencia con la que ahora nos afecta a los que vivimos la transición y pusimos y seguimos poniendo nuestra ilusión en el desarrollo democrático de España. ¡Y cómo no lamentarse en estos días en los que hasta la seguridad ciudadana se negocia con quienes han estado o están próximos al terrorismo y tienen a gala el repudio de nuestros policías!
La democracia que sustituyó a la dictadura del general Franco nació con el propósito de congregar a la mayor parte de los españoles en torno a la moderación y el consenso. Había un profundo afán de renovación, sí, pero no de ponerlo todo patas arriba y de liquidar a las bravas nuestro pasado. También en esto resulta esclarecedora la voz de Ortega. Era muy crítico con el catolicismo, pero, cuando se hablaba de la posibilidad de expulsar a los jesuitas, no veía en procedimientos como ese la manera adecuada de ocuparse de los asuntos religiosos. O creía que las autonomías debían tener el contrapeso de un estado fuerte y no dar ventajas a algunas de ellas, ya que se generaría una lucha de todos contra todos cuando las demás reclamasen, como es lógico, un trato equilibrado. El sistema democrático, sea en una república, como entonces, o en una monarquía, como en la que estamos, lleva en su seno, precisamente, lo contrario, es decir, tiende a reformas igualadoras y, por consiguiente, orientadas a estimular y sostener a las regiones menos favorecidas.
El régimen establecido por los gobiernos de Pedro Sánchez se aleja penosamente del espíritu y de la letra fundacional de la democracia parlamentaria actual. No llegó Sánchez al poder por la puerta grande de una mayoría absoluta de su partido en las elecciones, como lo había hecho Felipe González, sino por el precario agujero que mantenía al PSOE como la formación de izquierdas con más escaños. Ni siquiera era Sánchez el líder más atractivo de la izquierda. Pablo Iglesias le superaba en elocuencia y tirón y estuvo a un tris de sobrepasarle en votos. Y en esa coyuntura prefirió, en abierto contraste con lo que inspiró nuestra transición, volcarse hacia uno de los lados y sus extremos y olvidarse de la otra mitad, por lo menos, del país real.
Porque ¿en qué se parece a lo que queríamos esta España en la que el gobierno está sostenido por los que desean que se desintegre nuestro Estado y por quienes veneran el régimen de Maduro y el castrismo? ¿Cómo puede aceptarse que la estabilidad política del país se halle en manos del líder secesionista huido de la justicia desde 2017? ¿No se ha traicionado el propósito redistributivo de la riqueza contemplado en el artículo 158 de la Constitución con la concesión de un régimen económico privilegiado a una de las Comunidades más ricas de España? ¿Cómo quieren que creamos que van a regenerar la democracia quienes están convencidos de que la justicia y los medios de comunicación han de hacerse sólo eco de sus propósitos? ¿No es una malsana osadía atreverse a sostener que todo lo hacen por el bien del país y de las clases humildes, y que todo sería mucho peor si la derecha nos gobernase? Pues si ellos, los que se reparten ahora los sillones de La Moncloa, son la izquierda igualitaria y progresista ¡que venga Dios y lo vea!
No es esto, no es esto, decían los españoles en los años 30. Hoy tampoco lo es y, además, ni siquiera se molestan en hacer que lo parezca.
