Sí, señor. Hay que. Por ejemplo. Hay que felicitar a los alcaldes que llenan de éxito tiempos y lugares. Conciertos al aire libre. Ferias romanas, medievales, renacentistas, barrocas. Plazas atestadas de casetas. Luces de Navidad. Qué alegría, qué ambientazo, qué fomento del empleo, del comercio. El público sonríe agradecido y todo es comprar y consumir. Las calles se llenan de pisadas, los puestos de compradores, el aire de músicas, de olores a fritos y parrilladas. Qué bullicio, qué jarana.
Al amanecer de estos eventos pululan los reponedores, barriles de cerveza, cajas de vino, sacos de patatas, de costillas. Como si los barrenderos no les estorbaran con sus mangueras y sus chorros de agua. Para que cuando se abran las ferias los escenarios reluzcan y oculten el más mínimo atisbo de cutredad o subdesarrollo.
Vengan, vengan, vengan. Por la misma cantidad de siempre, o un poco más, inflación incluida, le vendemos la maravilla, lo que la ciudad nunca vio: cueros, sortijas, cuadros, botijos, menaje de madera, especias olorosas, perfumes embriagadores, pañuelos de moco, de cuello, de cabeza, libros viejos. Ah, ¿no? Todo casero, artesanal, ecológico, rural, hecho a mano.
Desde que quitaron el uniforme, suponiendo que algún día lo tuvieran, a los inspectores de hacienda y a los veterinarios que cuidan la ortodoxia de la oferta, el público en general da por supuesto que patatas, costillas, churros, cecinas, orejas rebozadas y toda clase de alimentos gozan de la misma garantía sanitaria que los productos del tendero de la esquina.

Los alcaldes y concejales con mando en plaza miran con satisfacción y orgullo los magníficos resultados. Piensan que al año que viene habrá más puestos, más luces, más música, más actividades, más cultura. Puede que ganen al pueblo de al lado, a la ciudad de al lado, al país de al lado, porque la estrella de Navidad será más grande, más alta, más larga. Y por qué no más votos. Se van a enterar las empresas de luminarias cuando lean el pliego de condiciones. La releche.
Un vecino que sale a pasear con su señora apoyado en el andador, que apenas puede levantar la mirada del suelo, repara en que la alcantarilla sigue tan atascada como lo estaba cuando él, hace años, salía a correr por las mañanas antes de ir a trabajar.
La luz del sol que dora las piedras del Acueducto, de la Plaza Mayor de Salamanca, de La Muralla de Ávila es más triste porque los vecinos y visitantes apenas reparan en ella: habitual, rutinaria. Y se desvanece entre el granito, sobre la caliza, ayuna de miradas y requiebros.
Crece la oscuridad por encima de los atrios románicos que recogen el humo de las fritangas. Sobrevuela las acacias de los parques que sobreviven a los plásticos de los veladores improvisados. Inunda las calles a medida que se alejan del centro sin arcos ni pórticos luminosos, sin luz, sin gente.
Inmensa minoría, solitarios recalcitrantes, quien sabe si gamberros cobardes a la caza de espejos de coches, deambulan huyendo del furor del éxito. Lamentar que una farola se ha fundido mientras en una portada 36 canales de relés con sus 23.000 píxeles RGB son controlados punto a punto suena a chiste. Entre Navidad y Carnavales puede que las casetas devuelvan la libertad a las plazas, que las luminarias dejen de acosar a las noches, que las megafonías permitan el paso del rumor de la normalidad, si es que eso existe.
Delante del altar de la iglesia del convento de las Madres Dominicas, por ejemplo, vuelve a emerger el nacimiento. Abstenerse turistas y mirones en horas de culto. Aquí no se compite. Se comparte: Paz a las mujeres, y a los hombres, de buena voluntad.
