Al rebobinar la moviola con la película de un pasado que no volverá, aparece en la pantalla de los recuerdos enriquecedoras experiencias azotadas ahora por la patina sepia del tiempo.
Imágenes que, a veces, percibimos desenfocadas más por las emociones que por la técnica. Así ocurre con aquella sugestiva experiencia que para muchos supuso Navacerrada y la apasionante práctica del juego con el sol y con la nieve. Y, a veces, con la adversidad.
Con la adolescencia de la Estación .que ahora cumple nada menos que 120 años, caía al tiempo el mito de que el deporte de la nieve era una opción deportiva para gente pudiente, de recursos, pero que sin embargo no dejaba de ser en realidad una utopía ya que, por un lado se abría generosamente a las economías más modestas también, obviando cualquier marginalidad al tiempo que posibilitaba igualmente la práctica de la nieve en una Estación bien próxima. En este sentido no podemos dejar de recordar aquellos primeros tiempos, con sus luces y sus sombras, de los que no quedan sino muchos recuerdos. Empezando por aquellos primeros remontes de arrastre por cable que querían ser pretenciosamente “telesquíes” que luego, con el paso de los tiempos fueron renovándose merced, eso sí, a grandes inversiones de sus titulares que mejorarían las instalaciones, reconvertidas hoy en modernos, magníficos y seguros remontes. ¡Cómo no recordar también la sugestión que nos producía en aquellos años cincuenta los primeros arrastres en los “Tubos” de Arroyo Seco hacia la “Bola del Mundo” o los que se inauguraban más tarde en las pistas (siempre bien acondicionadas por la tropa de pisteros del “Cachorro) del Cerro del “Telégrafo” de cuyo arroyo toman hoy incluso parcialmente sus aguas para los modernos cañones de innivación artificial; o los del “Escaparate” o el “Bosque”.
Otro aspecto, en este caso de sombras, era la precariedad de refugios para los jóvenes segovianos que cada domingo accedían al Puerto con Bermejo, Martin, etc. fletados por Educación y Descanso, la Deportiva Excursionista, mas tarde también por la Deportiva Alpina Segoviana que instituimos cuatro ilusos, en unos autocares muchas veces con no poco achaques y no pocas dificultades climatológicas que obligaban a cerrar el puerto por el hielo y las abundantes nevadas que no respetaban aquellas primarias cadenas con que se pretendía auxiliar el tránsito. Así, no fueron pocas las veces que esos tortuosos autobuses agonizaban en el Puente de los Mosquitos, forzando a la entusiasmada muchachada a subir a la cima con los esquís al hombro. Menos mal que semejante inconveniente se paliaba con otra contra partida que compensaba el esfuerzo: como no estaba regulado aún el tráfico por la Guardia Civil, nos permitíamos al final de la jornada bajar esquiando todo el puerto hasta el autobús por aquella carretera hecha una pista increíble. Lo más lamentable era que cuando el temporal arreciaba, la tropa segoviana carecía de un refugio donde resguardarse.
Gracias a la Venta Arias y al albergue de la entonces Educación y Descanso –que facilitaban nuestro acceso- podíamos capear los inconvenientes del frio y de la humedad. ¡Qué tiempos! Y para una vez que veíamos una luz al final del túnel de la precariedad –que no del entusiasmo- tampoco tuvimos un resultado feliz. La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia nos concedía la ocupación del casetón que sirvió en su día de refugio de almacén de materiales y refugio de los trabajadores instaladores del primitivo remonte a la “Bola del Mundo”. Avalaba la rehabilitación la Caja de Ahorros a la Deportiva Alpina ; mas cuando estaban a punto de empezar las ilusionantes obras, un desdichado incendio (seguramente intencionado) dio al traste con el pretendido refugio para los segovianos. Y, al mismo tiempo, eso derivó en un curioso contencioso interterritorial (del que escribiremos con detalle otro dia) entre nuestra Comunidad y el ICONA del que se derivó no sólo una tremenda frustración sino la usurpación de buena parte de aquellos terrenos que, finalmente, por desidia de Segovia, se adjudicaba Patrimonio.
En otro orden de cosas habría que evocar al tiempo el uso de aquel precario material usado por la tropa bulliciosa de los deportistas que entre Madrid y Segovia hermanaban en aquel ejercicio saludable de sol y nieve. Esquís de madera a los que aplicábamos la noche antes una buena capa de grafito o cera para que deslizasen un poco; con ataduras que no podían calificarse como fijaciones sino aplicando un sistema de un triste cable de acero que se ajustaba desde una especie de “cangrejo”, pero que impedía soltar el esquí en caso de caída con el consiguiente riesgo. O aquellas botas Segarra con más grietas que la “Tomate”, o aquellos pantalones de paño azul que antes de bajar del autobús ya estaban calados. Así y todo éramos felices.
Luego vendría una adolescencia más exigente, unos conocimientos mayores de la técnica y un progreso del uso del material. Todo cambiaba muy deprisa. Aprendíamos a esquiar con esfuerzo, con sacrificio, con trompazos, observando a los que más sabían y, sobre todo con la mirada de nuestro paisano de Valsaín Jesús Martin Merino –flamante campeón de España en la especialidad de fondo en 1956- que siendo profesor allí, de vez en cuando, cuando disponía de un breve espacio entre sus clases, nos asesoraba brevemente en algunas normas para mejorar la técnica: “junta las tablas, decía, deja la cuña y junta. El esquí del valle atrasado cargando el peso y el del monte ligeramente suelto y adelantado. Juega con la cadera”. ¡tenia gracia! Como si fuera fácil. Luego la práctica. Una y otra vez. Mejorando la técnica para pasar–con orgullo- a otras pistas superiores en dificultad como Las Guarramillas, la “Bola”, El Bosque, las palas del Juvenil o del Telesilla. ¡Qué gozada!
En ese rebobinado tampoco debemos dejar atrás aquellos “menús de día” de la Deportiva o en el Albergue de Educación y Descanso (si podíamos entrar) o los huevos fritos en Pasadoiro con el tio Manolo maldiciendo. Pero en el fondo con buen talante. Navacerrada, eso sí, aparecía abierta para todos, como hoy, constituyendo con ello lugar de encuentro, de convivencia, de civilización del ocio de una juventud ansiosa de naturaleza, de aire libre, de sol y de nubes que a veces arropaban pimpolladas o pinos centenarios que sorteábamos con el gusto del aprendizaje.
