El español Rafael Nadal dejó ayer una inmensa huella en la historia del tenis al arrasar a su compatriota David Ferrer en tres mangas (6-3, 6-2 y 6-3) para conquistar por octava vez Roland Garros.
Nadie nunca se había llevado ocho veces el trofeo de campeón en un torneo de Grand Slam. El balear lo hizo a los 27 años, y todo indica que, si ningún problema físico serio vuelve a interponerse en su camino, su cuenta en la capital gala no se detendrá.
«Es una de mis victorias más especiales», precisó el manacorí, que sumó su séptimo título en nueve torneos desde que regresara al tenis tras siete meses de ausencia por una doble lesión de rodilla.
La cuarta final nacional de la Historia en el más codiciado de los certámenes sobre arcilla terminó como se imaginaba, con Nadal sumando un título más a la saga iniciada por Manolo Santana en 1961 y continuada por Andrés Gimeno, Sergi Bruguera, Carlos Moyá, Albert Costa y Juan Carlos Ferrero.
Bajo un cielo tormentoso -el duelo llegó a jugarse en varias fases bajo una fina lluvia- y con bajas temperaturas, la pista Philippe Chatrier ofrecía algún resquicio de esperanza para el alicantino. «Hace frío, la bola no va a estar tan viva. Ferrer tiene alguna posibilidad», manifestó antes del choque el sueco Mats Wilander.
Si la tenía, no era su día. El veterano jugador, de 31 años, probablemente se sintiera a las puertas del infierno descrito por Dante: «Abandonen toda esperanza». Se confirmaba lo que sugería la estadística previa a la final, con 19 triunfos del mallorquín sobre el de Jávea en 23 encuentros.
Fue duro para el levantino, que intentó todo en su primera final de ‘Grand Slam’, pero se encontró con una mala combinación: no tuvo el día perfecto y enfrente se le desplegó en toda su dimensión un ‘monstruo’ del tenis.
Ferrer debía ser el clon de Nadal, devolviendo siempre una pelota más. Lo fue, pero entonces el campeón redobló la apuesta para convertirse en una imagen de sí mismo hasta desesperar a su rival.
Tras ganar su primer saque para adelantarse 1-0, el pupilo de Javier Piles comenzó a enredarse. Perdió el servicio, aunque, posteriormente, lo recuperó y se colocó 3-2. Había final.
No, no la había. Aquel 3-2 fue el último momento de esperanza para él, porque, a partir de entonces, su adversario encadenó siete juegos consecutivos hasta situarse con un cómodo 6-3 y 3-0.
Sin recursos
La final es mía, le decía Nadal a Ferrer. ¿Y qué podía hacer el alicantino? Se había aplicado con el plan previsto, jugar dentro de la cancha, no permitir que la pelota envenenada del rival lo superara, atacar al revés… Sin embargo, nada le salía cómo esperaba.
El último vestigio de Ferrer fue aplastado por el exnúmero uno en el quinto juego del segundo parcial. El de Jávea entregó todo lo que tenía y se encontró con una hidra del tenis capaz de devolverle todos los golpes y de lanzar el último al rincón al que ya no se puede llegar: 4-1 para Nadal y su rival que se iba cabizbajo a la silla.
Ni siquiera el intruso que saltó a la pista con una bengala frenó la dinámica. Mientras un guardaespaldas se pegaba a él, el zurdo miraba de reojo como los efectivos de seguridad reducían al extraño personaje. Entonces, tranquilizó al escolta, le estrechó la mano y le dijo que podía irse ya. Quería jugar, tenía mucha prisa por jugar y ganar, porque el cielo de París estaba muy cargado.
Tanto, que la final estuvo cerca de suspenderse cuando comenzó a llover con fuerza. Pero el agua cedió y el manacorí aceleró hacia el título neutralizando un par de oportunidades que Ferrer volvió a tener para acortar distancias.
Distancia sideral. Un saque abierto a la derecha del levantino y una derecha invertida, a contrapié, le dio al mallorquín el octavo, el triunfo que no imaginaba posible en aquellos siete meses fuera del tenis, días en los que, más de una vez, pensó que ya no volvería a ser el que fue. De espaldas, sobre la arcilla de París, con los ojos cerrados y tapándose el rostro con las manos, Nadal confirmó ayer que es más Nadal que nunca.
